Carlos III, el esteta deslenguado: todas las veces que el rey de Inglaterra ha opinado (demasiado) sobre arquitectura
El actual rey de Inglaterra se ha implicado con ahínco en el urbanismo de su país y ha expresado sin tapujos puntos de vista entre el tradicionalismo y lo reaccionario que han dado lugar a grandes proyectos, sonadas polémicas y encontronazos con grandes de la arquitectura
“¿Le desagrada al Príncipe toda la arquitectura moderna?” es la segunda de las jugosas preguntas frecuentes incluidas en la web oficial del príncipe de Gales, pendiente de actualización tras el luto nacional por la muerte de Isabel II y todavía dedicada, a la hora de escribir estas líneas, a la persona del ya proclamado rey Carlos III. La respuesta, tajante –”No”–, se desarrolla con una brevedad impropia de quien, a lo largo de su larga existencia como heredero del trono británico, ha hecho de la defensa de una arquitectura tradicional en fondo y forma una de sus causas favoritas: Carlos “cree que los edificios deben diseñarse a una escala humana, ser sostenibles, respetar las características del entorno y ser capaces de adaptarse a usos diversos a lo largo de su vida útil”.
Un sucinto programa que suscribirían unos cuantos premios Pritzker recientes, si no fuera porque en su caso esconde una trayectoria militante y polémica contra el movimiento moderno, sus epígonos y ramificaciones. Varios controvertidos discursos, un libro programático, tres encontronazos con una vaca sagrada del oficio como Richard Rogers y una utópica ciudad neotradicionalista construida en el sur de Inglaterra articulan la idea de la arquitectura, “entre Christopher Wren y Ralph Lauren”, en palabras del crítico norteamericano Paul Goldberger, del nuevo jefe de la Commonwealth.
En 2014 Carlos fue interpelado por la revista Architectural Review para que expusiera su visión de la arquitectura y el urbanismo. El entonces heredero defendía la recuperación de técnicas y tipologías “que solo durante el siglo XX fueron consideradas anticuadas” y el uso de materiales ecológicos y de proximidad para crear ciudades “resilientes y sostenibles”, hechas a la medida de las personas y no del automóvil. “Me han acusado de querer volver a una presunta y pretérita edad de oro, pero nada más lejos de mi voluntad. Mi preocupación es el futuro”, aseguraba.
No desaprovechó entonces la oportunidad de acercar a su sardina el ascua de la preocupación general por el clima y la sostenibilidad. Con el paso del tiempo, Carlos III ha conseguido construirse un elegante y estudiado perfil de agrimensor ilustrado combinando sus intereses por el campo, la producción ecológica, la jardinería, el medioambiente o los oficios artesanales. Pero sus inquietudes arquitectónicas siempre han estado ligadas a una idea estética muy específica, que se reconoce en el segundo de los diez mandamientos o “principios geométricos” que esbozó sin complejos en su artículo de Architectural Review: “la arquitectura es un lenguaje” y, por tanto, “tiene una gramática” que, cuando no se respeta, deviene en “discordancia y confusión”.
La referencia fundamental de este principio carolino es la naturaleza: no se discute la belleza de la rosa, defiende el príncipe arquitecto, como no cuestionamos la belleza del rosetón de una catedral gótica, inspirado en la flor y ejecutado por los maestros medievales según los principios matemáticos y universales de la geometría. La suya viene a ser una adaptación a la estética del derecho natural. Lo señalaba el citado Paul Goldberger en un largo y documentado artículo publicado en 1998 en la revista The New Yorker: para el crítico moralista que es Carlos, las normas no solo son lo más importante, sino que son moralmente superiores a cualquier otra consideración. Un dogmatismo digno de un futuro jefe de la Iglesia anglicana.
En aquel texto, Goldberger citaba las declaraciones de un anónimo y malicioso amigo del entonces príncipe, que aseguraba que la formación arquitectónica de Carlos se había limitado a “mirar por la ventanilla del Rolls-Royce mientras escuchaba a su madre y a su abuela diciendo ‘qué feo es eso, ¿no?”. Bromas aparte, la influencia de su alteza como autoinvestido (y autodidacta) arquitecto mayor del reino llegó a ser enorme, y alcanzó su apogeo durante la segunda mitad de los ochenta, en pleno thatcherismo, cuando una palabra suya fue suficiente para modificar o cancelar más de un proyecto de envergadura.
En 1989 publicó un libro, A Vision of Britain, con el que, entre otras cosas, pretendía “desafiar las teorías a la moda de un establishment profesional que hace sentir al profano que sus opiniones no son legítimas”. Pero a finales de los noventa aquel ascendiente había decaído considerablemente. Su cruzada a favor de los tópicos arquitectónicos británicos –de la monumentalidad barroca londinense al arquetipo residencial georgiano de inspiración neoclásica– claudicó ante la impronta pujante de los talentos de la modernidad high-tech abanderada por Richard Rogers, Norman Foster o Nicholas Grimshaw. Con la Casa de Windsor con la reputación por los suelos tras la trágica muerte de Diana de Gales, el príncipe adoptó un perfil más amable y menos militante.
El relativo silencio de Carlos, parte de una operación de control de daños de la monarquía, puso en pausa su arrogante e insólito intervencionismo en la materia: ningún miembro de su familia se ha expresado con tanta libertad y contundencia sobre asunto alguno. El primer hito de esta discutida trayectoria tuvo lugar el 30 de mayo de 1984, durante la gala del 150 aniversario del Real Instituto de Arquitectos Británicos, RIBA por sus siglas en inglés. En su discurso, el príncipe de Gales proclamó que los buenos arquitectos debían, ante todo, preocuparse por las personas. Pero este plausible (y elemental) enfoque humanista acabó barrido por el pasaje más recordado y polémico de aquella alocución. El heredero hizo un panegírico del Londres de antes de la guerra, donde los edificios se compenetraban de tal manera con el entorno que “parecían haber brotado de la tierra”. Una ciudad “sin moles de hormigón ni torres de cristal” que sus habitantes amaban como se puede amar Venecia. Desde entonces, se preguntaba Carlos, “¿qué hemos hecho por nuestra capital? ¿Qué vamos a hacer próximamente en uno de sus enclaves más populares, Trafalgar Square? En lugar de diseñar una prolongación de la elegante fachada de la National Gallery que complemente y continúe su juego de columnas y cúpulas, parece que se nos va a ofrecer una especie de parque de bomberos, con su torre incluida. Entendería mejor este tipo de propuesta high-tech si demolieran todo y comenzaran de nuevo (…), pero lo que se va a hacer es como un monstruoso forúnculo en el rostro de un queridísimo y elegante amigo”.
Carlos se refería a la propuesta ganadora del concurso para la ampliación del museo, firmada por el estudio de Peter Ahrends, Richard Burton y Paul Koralek (ABK). Sus palabras resonaron de tal manera en la opinión pública británica que el proyecto terminó encallando. En 1985, una nueva competición, auspiciada por la acaudalada familia Sainsbury, acabó poniendo el diseño de la nueva ala de la pinacoteca en manos de Robert Venturi. Tenía que ser el gran ideólogo de la arquitectura posmoderna quien, junto a su compañera Denise Scott Brown, concibiera una fachada que juguetea irónicamente con los elementos neoclásicos del edificio histórico, y cuya primera piedra Carlos bendijo con satisfacción en marzo de 1987.
En diciembre de ese mismo año el príncipe volvió a la carga durante la cena anual del comité de urbanismo del ayuntamiento de Londres. Allí afirmó que los arquitectos y promotores habían hecho a la ciudad más daño que la Lutfwaffe. “Los bombardeos alemanes destruyeron nuestros edificios, pero al menos no los reemplazaron por algo más ofensivo que los escombros, como hemos hecho nosotros”. Carlos denunció la profanación del distinguido perfil de la capital, dominado por la magnífica cúpula de San Pablo –diseñada en el siglo XVII por Christopher Wren y techo de la ciudad hasta 1962–, con un enjambre de anodinos y mediocres edificios de oficinas, y animó a una “reconstrucción” de Londres “sin torres” para el año 2000.
Al señalar la sistemática “violación” de las ciudades británicas, Carlos apelaba al rechazo popular que provocaban moles brutalistas concebidas en los sesenta y setenta como el National Theatre o las torres del complejo Barbican. Pero en 1987 la arquitectura de su país ya iba por otros derroteros. Acababa de inaugurarse la imponente sede de la aseguradora Lloyd’s, el gran hito, tras el Centro Pompidou de París, en la carrera de Richard Rogers. Una máquina fascinante que revolucionó el horizonte de la City y sigue siendo uno de los edificios más notables del skyline londinense. No obstante, el príncipe nunca se mostró sensible ni a este ni a otros logros, presentes y futuros, de la arquitectura contemporánea británica. Ni siquiera a la reconversión del rico y abundante patrimonio industrial y comercial de su querida capital. Stephen Bayley, fundador del Design Museum de Londres, ha contado que cuando le mostró la maqueta de la primera sede del museo, situada en un antiguo almacén de plátanos a orillas del Támesis, lo único que dijo el príncipe fue: “Pero señor Bayley, ¿por qué tiene el techo plano?”.
En la misma época del discurso de la Luftwaffe, Richard Rogers aspiraba a la reordenación de Paternoster Square, situada a espaldas de la catedral de San Pablo. Su propuesta era la favorita. Pero, de nuevo por influencia de Carlos, el promotor la rechazó. Aquello animó a Rogers a cuestionar el poder de veto del heredero. “Si los príncipes quieren discutir quizá deberían dejar de serlo”, sugirió públicamente el arquitecto, que calificó ese intervencionismo de cámara como “perverso y dudoso desde el punto de vista democrático”.
A mediados de los noventa, Rogers volvió a chocar con su soberana voluntad: supo por boca de los responsables de la Royal Opera House que Carlos había vetado su propuesta para la reconstrucción del coliseo. Pero fue en 2009 cuando los caminos de ambos se cruzaron de manera explosiva. Lords Rogers, caballero del Imperio británico y flamante premio Pritzker 2007, vio cómo la intervención directa de Carlos abortaba un proyecto de 1.000 millones de libras firmado por su estudio para los terrenos de los antiguos Chelsea Barracks y que las autoridades de Londres estaban a punto de aprobar. El desarrollo, con una altura máxima de nueve plantas, eliminaba el automóvil de la superficie, contaba con un cincuenta por ciento de vivienda asequible y buscaba la integración con el entorno. Pese a ello, en marzo de 2009 el futuro rey rogó por carta al emir de Qatar, propietario del suelo, que reconsiderara el proyecto y valorara una propuesta alternativa, clásica y «atemporal», de uno de sus arquitectos de cámara, Quinlan Terry.
La misiva se filtró a la prensa y provocó una cascada de reacciones. Colegas como Norman Foster, Zaha Hadid, Herzog y De Meuron, Jean Nouvel, Renzo Piano o Frank Gehry remitieron en abril al Sunday Times un texto de apoyo a Rogers, denunciando el uso por parte del príncipe de Gales de su posición privilegiada para “condicionar el curso de un proceso de planificación abierto y democrático”. En junio, los promotores optaron finalmente por renunciar al proyecto después de dos años y medio de trabajo y un prolongado procedimiento de consulta pública. Fue entonces cuando Rogers se revolvió contra lo que consideraba una intervención “inaceptable e inconstitucional”, y aprovechó para lanzar un dardo directo a Carlos: “Creo que se dedica a estas cosas porque necesita un trabajo, y en eso simpatizo con él, pero sabe muy poco de esto. Está convencido de que se trata de una simple lucha de estilos, pero la arquitectura es reflejo de la sociedad, y por eso evoluciona. Si tanto admira a Christopher Wren, debería saber que en su época fue un revolucionario”.
Hoy, en los terrenos de los Chelsea Barracks se construyen proyectos parciales que sintonizan mejor con el conservador buen gusto de Carlos. Una victoria tardía de este insólito activista coronado que ahora, sentado en el trono, deberá guardarse para sí sus opiniones. Pero que en 2025 tendrá ocasión de celebrar la finalización de Poundbury, un experimento a escala real que materializa sus ideas y filias. Situado a las afueras de Dorchester, en el sur de Inglaterra, comenzó a construirse en 1993 en un lote de 160 hectáreas del ducado de Cornualles y por tanto, hasta la fecha de su coronación, de su propiedad. Fue planificado por ese maestro de disidencias que es Léon Krier según los principios del Nuevo Urbanismo que desde principios de los ochenta combate la ciudad dispersa y la segregación de usos. Poundbury es la sublimación del arquetipo residencial admirado por Carlos: orden y proporción palladianos, mansion blocks, columnas y cornisas de inspiración clásica y ventanas blancas con barrotillo. Sin embargo, no se aviene al estilo vernacular de la zona ni ha sido construida con materiales locales, como propugna el credo carolino. No falta una torre de cuarenta metros, la del lujoso complejo de apartamentos Royal Pavillion. Y en sus calles hay más coches de los que debería porque la gente no se resigna a dejar de usarlos. Al igual que el movimiento moderno que detesta, la arrogancia planificadora del programa tradicionalista de Carlos acaba topando con la realidad y con las decisiones particulares.
Considerado por muchos como un banal parque temático, Poundbury ha tenido cierto éxito. La gente quiere vivir allí y las propiedades tienen una cotización un veinte por ciento superior al resto de la ciudad. “A la mayoría silenciosa le gusta este tipo de edificios”, asegura Quinlan Terry, uno de los arquitectos más implicados en Poundbury. Quién sabe si el relevo en el trono de Inglaterra dispare la demanda por tener un pied-à-terre en la ciudad del rey.
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