El renacimiento de Westlife, los chicos buenos del pop que sobrevivieron a bancarrotas, problemas de salud mental y al olvido mediático
Tras más de una década sumidos en la irrelevancia musical, Shane Filan, Nicky Byrne y Kian Egan celebran 25 años de carrera con nuevo disco y gira europea, prometiendo que, mientras “las fans, las piernas y las caderas” lo permitan, ellos seguirán sobre los escenarios


Puede que el apelativo de boy ya no les corresponda por edad, pero Westlife sigue siendo una boy band capaz de llenar pabellones 25 años después de su debut. El grupo de origen irlandés, relevo natural de formaciones fenómeno como Take That o Backstreet Boys a comienzos de los 2000, ha regresado a los escenarios para celebrar un cuarto de siglo como los “chicos buenos del pop”. El ilustre Royal Albert Hall de Londres ha acogido los celebrados primeros conciertos que Shane Filan, Nicky Byrne y Kian Egan —el cuarto miembro, Mark Feehily, ha declinado unirse en este momento por problemas de salud— ofrecerán para conmemorar el aniversario por toda Europa, además de presentar canciones inéditas y nuevo álbum.
Los intérpretes de éxitos como My Love o If I Let You Go, ya pasada la mitad de la cuarentena, se suben ahora a los escenarios vestidos de esmoquin, acompañados de orquesta y dispuestos a aguantar tanto como “las fans, las piernas y las caderas” les permitan. El éxito de esta nueva iteración ha sido tal que los cines del Reino Unido proyectarán a partir del próximo 29 de noviembre su último concierto, y ellos ya manifiestan sus ganas de sacarle todo el partido a las emociones que siguen despertando entre sus seguidores. “A los 47 te dices: ¿Sabes qué? Hay mucha mierda en el mundo. Así que si puedes llevar alegría a la vida de alguien —y a la tuya—, ¿por qué no?”, dijo recientemente Nicky Byrne a The Sun.
El recorrido de la banda nació bajo la mirada experta, controladora y paternalista de Louis Walsh, el manager que había llevado al éxito a otra banda adolescente irlandesa, Boyzone. También estuvieron bajo el ala de Simon Cowell, mandamás de la industria musical británica y creador de formatos televisivos como The X Factor o American Idol, además de coartífice del grupo One Direction. Egan, Feehily y Filan, compañeros de instituto en la ciudad irlandesa de Sligo, formaron primero un sexteto junto a otros tres amigos, que acabaron siendo despedidos después de que Cowell exigiera cambios en la formación, al considerarlos “la banda más fea del mundo”. Nicky Byrne y Brian McFadden se unirían después, tras vencer a cientos de aspirantes en un casting y con la única misión de seguir al pie de la letra la fórmula del pop manufacturado noventero: buenas voces, buen aspecto y buenas maneras.
Los cinco jóvenes irlandeses, vestidos de blanco puro, se diferenciaron de otras bandas de la época por renegar de cualquier pose mínimamente rebelde, contestataria o fiestera. No había tatuajes, pendientes, coreografías provocativas ni atisbos de personalidad: se presentaban como los yernos ideales y su promesa no era otra que condensar en apenas tres minutos de balada el romanticismo más devoto. Una máquina perfecta y engrasada que ni siquiera titubeó cuando uno de sus miembros, McFadden, abandonó la formación en 2004 alegando agotamiento. Con disciplina casi militar, publicaron nueve discos de estudio en nueve años, ofrecieron otras tantas giras, vendieron más de 55 millones de copias y hasta lanzaron un perfume y una chocolatina oficiales.

Pero la máquina no tardó en empezar a fallar y la imagen impoluta del grupo dejó entrever las primeras grietas. El control férreo de los managers, los contratos opacos, la prioridad de lo comercial por encima de los criterios artísticos y una agenda extenuante, que apenas les dejaba tiempo para forjar una vida fuera de los escenarios, acabaron deteriorando la relación entre sus componentes. “Los que mandaban nos dejaron muy claro que nuestra vida personal quedaba cien por cien en segundo lugar frente a Westlife. Tuvimos momentos en los que murió algún familiar y no podíamos ir al funeral porque ese día había un concierto o una entrevista”, confesó McFadden en el documental de la BBC Boybands Forever. “Vivíamos con miedo a Louis [Walsh]. Él te decía: ‘Estás acabado. Te voy a echar del grupo. Te voy a poner en el próximo avión a casa. Solo cuatro personas caben en un taxi, no cinco”, añadía Kian Egan.
Hasta su primera separación, allá por 2012, el declive de la imagen de los componentes de Westlife fue tan progresivo como imparable. Shane Filan, el vocalista principal, se declaró en bancarrota tras perder varios millones de dólares víctima de una inversión inmobiliaria fallida. Según confesó, pasó de ser millonario a tener que buscar monedas en el fondo de su armario para poder alimentar a su mujer y a sus tres hijos. Tuvo que vender su anillo de boda y, pese a ofrecer conciertos multitudinarios, su cuenta bancaria no superaba los 470 euros. Los testimonios que han evocado sus años de éxito internacional evidencian que la fama tenía un coste. Mark Feehily, que años más tarde haría pública su homosexualidad, ha explicado en entrevistas que llegó a sufrir una depresión y a tener “pensamientos suicidas” porque pensaba que jamás iba a poder confesarle a nadie su verdadera orientación sexual. “Solía quedarme en mi habitación de hotel. Podía estar allí horas, a veces días, y no tenía ninguna motivación para salir. Pensaba: ‘Si no puedo ser yo mismo, ¿para qué intentarlo? (…)’. Mi mente se iba a lugares muy oscuros”, manifestó en la revista Attitude. La prensa sensacionalista británica se apresuró a colgar a Westlife la etiqueta de banda “maldita”.
Los años siguientes fueron de silencio, proyectos personales y vidas que recuperaban la normalidad sin caer en el escándalo. Como sus carreras en solitario fueron incapaces de tomar vuelo, se reciclaron en forma de presentadores de televisión y concursantes de reality, hasta que en 2018 anunciaron su inesperado reencuentro, subiéndose a la rentable ola de la nostalgia millennial que explotan desde entonces sin remordimientos. “Ves a las generaciones que vienen a los conciertos, gente que se suelta, que recuerda las canciones de su primer beso, su primer baile, todas esas cosas especiales que hace la música, asegura Byrne. “Y no solo para los fans: nosotros estamos viviendo el mejor momento de nuestras vidas”.
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