Meryl Streep, la fascinación de una estrella tan brillante como discreta
Apenas 12 horas después de recibir el Premio Princesa de Asturias de las Artes, se conocía que la actriz y su esposo durante cuatro décadas, Don Gummer, llevan más de seis años separados. Una noticia sorprendente que contribuye a alimentar el mito de la privacidad que siempre guarda la laureada intérprete
En su discurso del viernes en los Premios Princesa de Asturias, el más esperado —con permiso del que pronunció el Rey y el de su primogénita— de la velada, Meryl Streep pronunciaba unas palabras a las que no les faltaba cierta razón. Decía la tres veces ganadora del Oscar y 21 veces nominada que había interpretado a tantas “personas extraordinarias” durante su vida que, en ocasiones, la tomaban por una de ellas. Más allá de una cierta confesión de síndrome del impostor, la actriz también introducía una verdad. Porque ha sido dueña de una granja en África, editora de una revista de moda y de un periódico, joven madre separada, cocinera dicharachera, sufrida ama de casa, superviviente del Holocausto, frustrada cantante de lírica, bruja, monja, dueña de un hotel en Grecia y hasta primera dama británica, ella, nacida en un pueblo de Nueva Jersey. Pero a veces, muchas, se la confunde con todas ellas, de las que tanta literatura existe, a las que tantas veces hemos visto en su piel, pero que no son ella. Porque Streep es tan privada como públicos sus personajes, y de ella se sabe poco, apenas nada. Tan poco que se desconocía que lleva más de seis años separada de quien ha sido su esposo durante cuatro décadas, el escultor Don Gummer, padre de sus cuatro hijos.
La noticia saltó a la prensa apenas 12 horas después de que una aplaudida y emocionada Streep recogiera su galardón en Oviedo, después de tres días de boatos y alabanzas. Cuando apareció en la ciudad el martes, de forma inesperada —su llegada estaba prevista para el miércoles, cuando ya se la recibió formalmente al son de las gaitas—, sorprendió que apareciera con su hermano Harry en vez de con su esposo o uno de sus cuatro hijos. Era poco después de la entrega de galardones, en un respetuoso juego de tiempos que ha permitido que sus honores no se desluzcan por una noticia así, cuando el medio neoyorquino Page Six confirmaba que la estrella, de 74 años, y Gummer, de 76, con quien este septiembre habría celebrado 45 años de matrimonio, tantos como de carrera, llevaban seis años separados “y aunque siempre cuidarán el uno del otro, han decidido vivir sus vidas por separado”, confirmaba un portavoz.
La última aparición pública de la pareja fue en los Oscar de 2018. Para entonces ella acababa de comprar una casa en Pasadena, junto a Los Ángeles, y poco después sacaría a la venta su ático de Nueva York. Pedía 25 millones de dólares y acabó deshaciéndose de él por 16. Más allá de eso, ni una palabra, ni una especulación. Streep ha estado presente estos años en los medios, como también sus hijos. Henry, el mayor, es músico; Mamie, Grace y Louisa, actrices. En estos años se han casado, han tenido hijos, han hecho nuevos papeles. Pero no ha habido una sola noticia, ni siquiera en la categoría de rumor, sobre la separación de Meryl y Don.
Es precisamente esa privacidad lo que ayuda a inflamar aún más el mito de Streep. Una sencillez —para algunos fingida, para la mayoría plenamente auténtica; es tan buena actriz que nadie lo sabrá nunca— que la ha hecho convertirse en el premio gordo (sobre todo para la organización y la ciudad) de los Princesa de Asturias. La ciudad se ha volcado con ella, con una actriz a la que no es corriente ver en el día a día, ni captada por los paparazis ni mucho menos en una villa como Oviedo. Ella ha devuelto con creces lo recibido, alimentando su propio mito. Se ha juntado con jóvenes, se ha fotografiado con niños, ha llorado en sus encuentros, ha dejado titulares —“Nadie hace nada en Hollywood a menos que piense que va a ganar mucho dinero”— y hasta ha comido en Casa Fermín. No ha negado una foto, una sonrisa, una firma. Ha fascinado incluso a la Familia Real. Las imágenes de la princesa Leonor mirándola extasiada o el cariñoso comentario de la reina Letizia en un corrillo con periodistas (”es que es tan amable...”) son la última representación de la grandeza sin alharacas de Streep.
La vida privada de la actriz fue relativamente pública en sus inicios. Y tan dolorosa que, después, creó una armadura para protegerla. Su primera relación seria fue a mediados de los setenta, con el actor John Cazale, íntimo de Al Pacino y Robert de Niro. Se enamoraron profundamente, pronto empezaron a vivir juntos. Pero en 1977, cuando preparaba la que fue su quinta y última película, El cazador, a Cazale le diagnosticaron un tumor en el pulmón que acabó convirtiéndose en un cáncer. Streep, que estaba empezando su carrera, no se quería marchar de su lado un instante. No podían pagar las facturas médicas, así que ella decidió rodar una serie en Austria, solo por dinero, como reconoció después. Al Pacino, que llevaba a su amigo a las sesiones de radioterapia, contó en una entrevista a principios de los 2000 que Streep siempre estuvo ahí: “Jamás vi a una persona tan devota de alguien mientras John se hundía. Verla en ese acto de amor fue sobrecogedor. Lo cuidó como si no hubiera nadie más en la tierra”. Cazale moría el 12 de marzo de 1978, a los 42 años. Ella tenía 28. Huyó enseguida de su apartamento de Nueva York, cargado de recuerdos, y se marchó a casa de un amigo de su hermano Harry. Ese amigo era Don Gummer. A los seis meses se casaron. Y Streep decidió, y logró, ocupar los menores titulares posibles por su vida privada.
Desde entonces, el mito de Streep ha seguido creciendo, imparable y eterno. Sin prisa, sin ruido, se ha ido convirtiendo en la mejor actriz de su generación, y probablemente de unas cuantas más. Lo ha hecho sin escándalos personales, sin cámaras en la puerta, sin titulares ruidosos. Algo raro en este mundo frenético donde se necesita estar ahí, presente, cada minuto, y que lejos de disminuir su leyenda ha permitido que el foco se centre más en esos “extraordinarios personajes” que en su persona. Una combinación perfecta, casi imposible, por la que Meryl Streep resulta deliciosamente fascinante.
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