Ensaladilla rusa
En la inauguración de ‘Picasso/Chanel’ en el Thyssen intuí el morbo creado por si se habría abierto una fisura en mi relación con Tamara Falcó. Ojeando mi móvil por si veían algún WhatsApp, se encontraban con mi salvapantallas, una foto de un plato preparado por Ramona, la cocinera de su madre
Durante años he disfrutado de la amistad de Tamara Falcó. En ningún momento sentí en ella alguna inclinación homófoba. Todo lo contrario. Por eso me disgustó oír el ruido provocado por las frases que pronunció en el Congreso de las Familias en México. Y lo dije. Puedo entender su versión de que se referían a su separación y a la conducta de su exnovio, algo que explicó ella misma en televisión aclarando que hablaban solo de su ex. Eso y todo lo demás, el ruido mediático, mi propia columna de la semana pasada, tan celebrada por muchos, han terminado por fundirse en ruido y furia. Este ruido pasará.
Como es una buena fórmula ponerse en el lugar del otro, recordé la frase del papa Francisco —”¿Quiénes somos para juzgar a nadie?”— antes de sentir la cruel sensación de haber cruzado una línea roja al no hablar con ella antes de publicar. Siempre le deseo lo mejor y lo bueno para ella. Es valiente sin exhibir agotamiento. “Ahora solo puede ir a mejor”, dijo hace dos semanas, algo que conseguirá con el esfuerzo con el que se alcanzan las mejores cosas. Y yo estaré cerca para celebrarlo.
Con todo esto encima y buena cara llegué a la inauguración de la exposición Picasso/Chanel, en el museo Thyssen. Pese a los buenos y numerosos comentarios, intuí el morbo creado por si se habría abierto una fisura en mi relación con Tamara. “Te has mojado”, decían algunos, muy castizos, ojeando mi móvil por si veían algún whatsapp bajo su nombre. Se encontraban con mi salvapantallas, que es la foto de una ensaladilla rusa preparada y adornada por Ramona, la cocinera de la casa de su madre. Es la mejor ensaladilla que hay y es un poco como mi magdalena de Proust y me alegra la vista en momentos de ofuscamiento.
Empecé a sentirme como Tamara, atrapado en una encrucijada después de haber sorteado en directo una decisión difícil. Quise concentrarme en la magnífica exhibición, esa reunión de trajes centenarios de Chanel con los maravillosos bodegones de Picasso, algunos con un colorido vibrante, nítido y desconocido. Llegué a pensar que eran unos picassos muy almodovarianos. Cuando aparté la mirada de ellos, comprobé que Pedro Almodóvar estaba a mi lado. ¡Almodóvar contemplando a Picasso! Yo ya tenía la piel erizada y el corazón contento; señalé al director de cine que los dos chanel de lentejuelas que acompañaban esos bodegones abstractos y coloristas, uno rojo matador y otro de un azul, al borde de un ataque de nervios. “Te homenajean”, solté. Ese es uno de los aportes de la muestra.
Chanel y Picasso son genios que influyen más allá de sus disciplinas y su tiempo. Almodóvar y yo recorrimos juntos dos salones de la exposición. Uno dedicado a la esposa rusa, Olga, bailarina. Compartí el relato de que Olga formaba parte de la compañía de los Ballets Rusos cuando estos se quedaron encallados en Venecia durante el estallido de la revolución bolchevique. Ni Olga, ni Diaghilev ni otros fascinantes personajes de esa singular compañía pudieron volver jamás a Rusia.
Fue un maravilloso intercambio de chismes y teorías mientras los picassos y los chanel tejían sus propias conversaciones. El sonido de una molesta alarma, activada cada vez que alguien se aproximaba a un abrigo de cuero rojo y negro Stendhal, nos hizo descubrir con realismo que Naty Abascal se sumaba al recorrido. Detrás o cerca de ella, señoras elegantes, Paco León y Juana Acosta, Ágatha Ruiz de la Prada, su ex Pedro J. Ramírez y Cruz, su esposa, Rossy de Palma, a quien en México llaman La Picassa, y Carmen Lomana. Ágatha captaba toda la atención preguntando si podríamos deducir, tras ver la exposición, si Chanel y Picasso pudieron ser también amantes. En el cóctel animado y espléndido no había ensaladilla rusa.
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