La espada de Bolívar
Por una razón u otra, suelo estar cerca de la noticia, sin ser su protagonista. No solo me pasa con el Rey, me sucede también con ‘La marquesa’, la docuserie sobre Tamara Falcó
Soy cada vez un poco más Letizista, algo que incomoda, por diferentes motivos, a muchas de mis amistades. Pero estoy convencido que si ella hubiera acompañado al Monarca a la toma de posesión del presidente Gustavo Petro en Bogotá, todo el lío de la no levantada a tiempo ante el paso de la espada de Simón Bolívar no habría sucedido. Letizia, sagaz, rápida, intuitiva como pocas, se daría cuenta de que el resto de los presentes se incorporaba y, rápidamente, le daría uno de esos toquecitos mágicos y cómplices de las parejas en apuros y el Rey habría reaccionado y se habría levantado como el resto de los asistentes y ¡listo! Pablo Iglesias estaría hoy sin argumento, la monarquía, más a salvo, mejor sentada.
Y ahora podríamos analizar más objetos venerados y vinculados al libertador de Colombia, aparte de la espada. Para mí, Bolívar siempre mereció pasar a la historia, además de por las cinco colonias que arrebató a la corona española y convirtió en repúblicas, por su famoso sombrero de copa alta y extensa ala que trastornó de tal forma a la sociedad parisina que lo bautizaron como Sombrero Bolívar. Yo eso lo veo una gesta conquistadora en la capital de la moda. Asombrar a la capital del glamour con algo nuevo. Bolívar, quizás como buen caraqueño, siempre tuvo muy a flor de piel el gusto por cierto histrionismo y el poder de los accesorios. Tanto que su sombrero y su espada han conseguido perdurar en el tiempo, más que su afán de convertir los cinco países en uno solo llamado Gran Colombia.
No deja de asombrarme que todo esto haya pasado el mismo fin de semana en que la vida me puso a escasos metros del Felipe VI, asistiendo, como invitado, a la Copa del Rey de Vela. Nos citaron antes de las once menos cuarto de la mañana en el Real Club Náutico de Palma, pero el viento caprichoso optó por no hacer acto de presencia y la salida se retrasó hora y media, bajo un sol aplastante y sin ningún Sombrero Bolívar con el que defenderse. La espera desbordó la cafetería del club, decorada con la funcionalidad de un banco de provincias. Y allí, igual que nosotros, se refugió el Monarca. Le habían reservado una mesa y se arremolinaron sillas, guardaespaldas y compañeros de regata. Nadie está preparado para enfrentar un momento así pero yo, por si acaso, no me senté inmediatamente en mi sillón, para no quedar mal, pensé.
Mis amigos intentaron burlarse de mí, diciendo que yo intentaba atraer así la atención del jefe de Estado. Les dije que tú no puedes generar esa atención sino que ellos vienen a ti. Entonces, el Rey entendió que el viento regresaba a favor de la regata, y avanzó hacia la puerta donde le detuvo una madre latinoamericana pidiéndole una foto con sus hijos. El Rey, muy profesional, la concedió y se fue hacia el Aifos dejando tras él un aire de monarquía renovada para un tiempo nuevo. La madrugada siguiente volaría a Bogotá.
Y una vez sucedida la polémica ante el paso de la espada, no he dejado de pensar que he debido romper el protocolo y hablarle de Bolívar, de la espada, del sombrero.
Desde luego, he reflexionado mucho sobre este encuentro. Por una razón u otra, suelo estar cerca de la noticia, sin ser su protagonista. Concluyo que es algo con lo que he nacido. Así como Bolívar decidió liberar a cinco países del yugo español, yo merodeo la actualidad, sin ser causante ni beneficiario. No solo me pasa con el Rey y la espada de Bolívar. Me sucede también con La marquesa, la docuserie sobre Tamara Falcó en Netflix. Me he visto en el teaser y mis amigos de Miami y vecinos de las urbanizaciones ricas de Jerez me jalean, felicitan y se levantan hinchados de orgullo porque salga en ella. Todos menos Jorge Javier Vázquez, que en sus tuits contrarios a la docuserie me incluye en el apartado “otros”, los que acompañamos a Tamara en su exitosa aventura, que él considera aburrida. Está en todo su derecho. Quizás sin darse cuenta que una serie como la de Tamara convierte la publicidad negativa en solo publicidad. Por eso, ante esta polémica, me encantaría hacer como Felipe VI. Ni levantarme a tiempo ni manifestarme, pero sí quitarme el sombrero, una vez más ante Tamara. Por saber arriesgar y ganar. A lo mejor me animo para llamarla e invitarla a ver juntos las estrellas fugaces por San Lorenzo. A ver si algo de su suerte se me pega y me levante hacia cualquier cielo.
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