Aguas Bravas
Yo me he sentido Simone Biles muchas veces. Y no soy el único. Cuando cae la audiencia en un programa que hago, me doy cuenta de que pongo la misma cara que Simone antes de saltar y fallar
Al igual que los superhéroes, siempre me han apasionado los atletas olímpicos, desde que en 1972 Mark Spitz se hizo esa foto con el pecho desnudo cubierto por las siete medallas de oro ganadas en natación y con un minúsculo bañador Speedo. Ese póster sacudió mi salud mental y la llevó a otro nivel. El poder admirar ese esfuerzo físico y el deseo que lo sostiene, se apoderó de mí. Han pasado muchos Juegos Olímpicos desde entonces, en los de Tokio 2020 acaba de surgir otra estrella compleja, Simone Biles, pero no porque se cubriera de medallas, sino porque ha abierto un profundo debate sobre la salud mental y la presión que sufren los grandes atletas.
Lo de Simone Biles esta semana me ha parecido tan valiente como terrible. Las críticas que ha recibido, lideradas por esa persona tan complicada que es Piers Morgan, una especie de moralista recalcitrante, evidencian que el tema de la salud mental podría tener el mismo recorrido que el de la lucha contra la mala educación machista. O la homofobia. Es muy fácil desinflarlo, acusarlo de egoísta, más propio de seres privilegiados y sensibles, cuando en realidad es una amenaza para todos. Como dijo Iván Redondo, antes de salir de La Moncloa: hay que saber parar. Pero yo me he sentido Simone Biles muchas veces. Y no soy el único. Cuando cae la audiencia en un programa que hago, me doy cuenta de que pongo la misma cara que Simone antes de saltar y fallar. Siento el mismo agarrotamiento, la insufrible decepción y la absurda urgencia de hacer ese paseíllo hacia el paredón con una sonrisa y mallas con lentejuelas. Una vez más este tipo de sufrimiento está rodeado, cercado más bien, por el silencio. No lo demuestres, no lo comentes, no estalles. Simone prefirió hacerlo. Como escribió Gervasio Deferr, fue “supervaliente”.
No existen medallas para todos los verdaderamente valientes como ella. Estamos a expensas de un sistema tan competitivo que aprieta (mucho más que Dios en el refrán) y que, si puede, te ahoga. Ojalá podamos crear un tipo de observatorio para este problema de salud. Recuerdo que fue una petición bastante sensata de Íñigo Errejón en el parlamento y un diputado popular le gritó vete al médico o algo similar.
Simone se va, los Juegos siguen. Tom Daley, a quien conocí personalmente una entrega de los premios Icon antes de la pandemia, recogió su medalla orgulloso de ganarla como deportista británico. Y también por ser gay. Bravo. De inmediato escuchamos la retahíla de malos comentarios argumentando que no era el momento de reconocerse gay. ¿Y cuál otro iba a ser? No ganas una medalla de oro olímpica todos los días, cariño. Es el mejor momento. El podio, el mejor escenario para celebrar que con mucho esfuerzo, mental, físico y contra los prejuicios, estás allí porque eres bueno, atleta y gay. Otros comentarios reinciden con lo mismo: Ojalá llegue el día que no haga falta decir que eres gay. Pues, sí hace falta recordarlo y expresarlo. En nombre de esos injustamente caídos o silenciados, Tom, gracias.
Las lágrimas de Nikoloz Sherazadishvili al perder su bronce para el equipo español pueden hablar de esa salud mental en jaque. Es justo reconocer que ver a un tiarrón así, llorando, aviva, despierta todo tipo de cosas en tu cabeza. Afortunadamente, unos minutos antes, la gran palista Maialen Chourraut consiguió la plata en una demostración tan física como inteligente en su disciplina. No era tan forofo del K1 Aguas Bravas (pensaba que se trataba de un evento patrocinado por mi primera colonia) pero al verla, su asombrosa ejecución, volví a ser ese niño admirador de Mark Spitz, dispuesto a convertir en dios a un atleta. Por cierto, ese tipo de idolatría ha hecho maravillas en mi salud mental. Y en mi afición al deporte individual.
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