2020: el ‘annus remotis’ de Isabel II
La pandemia ha recluido a la reina en el castillo de Windsor, obligada a hacer notar su presencia con medios remotos. La sorpresa final también fue digital, y vino de la mano de Netflix
Walter Bagehot, el legendario director del semanal The Economist, no dejaría de rascarse la cabeza si hubiera resucitado este año. Suya es la división, generalmente aceptada, por la que el poder constitucional del Reino Unido se reparte en dos claras funciones. La dignidad y la eficacia. La Corona sirve para “estimular y preservar la veneración de la ciudadanía”. El lado digno. El Gobierno debe “emplear ese homenaje para gobernar los asuntos públicos”. El lado eficaz.
El 5 de abril de 2020, recluida en el castillo de Windsor, Isabel II (94 años) animó a una nueva generación de británicos a estar a la altura de las circunstancias y hacer frente a la pandemia. “We will meet again” (Nos volveremos a ver). El guiño de la monarca, al rescatar la estrofa con que la cantante Vera Lynn elevó el espíritu de sus compatriotas durante la Segunda Guerra Mundial, resultó mucho más eficaz y más digno que el mensaje emitido por Downing Street. El Gobierno de Johnson todavía insistía por entonces en la importancia de cantar dos veces seguidas el Cumpleaños feliz al lavarse las manos, para derrotar al virus. Horas después del discurso, Johnson ingresó en la UCI, aquejado de la covid-19.
Fue el momento más relevante de un año extraño y remoto para la reina y para el resto de la casa de los Windsor. Extraño y remoto, porque una familia cuyos principales logros derivan del apoyo con su presencia a causas nobles y filantrópicas ha tenido que observar desde la distancia y el aislamiento la movilización del país. “La visibilidad es clave para la monarquía. Y por eso hemos podido ver a diversos miembros de la familia Windsor experimentar cuidadosamente con medios digitales sociales. Por ejemplo, reuniones en línea con el personal sanitario y de las residencias de mayores, para reconocer la importante tarea que han realizado durante la pandemia”, explica a EL PAÍS el historiador Ed Owens, de la Universidad de Londres.
El año comenzó para la reina con las réplicas de dos terremotos que habían convertido 2021 en el segundo annus horribilis para la monarquía británica, después de aquel 1992 y la muerte de Lady Di. La desastrosa entrevista en la BBC del hijo favorito de Isabel II, el príncipe Andrés, sembró dudas, en vez de despejarlas, sobre la turbia relación del duque de York con el multimillonario pedófilo estadounidense, Jeffrey Epstein. El continuo goteo judicial del caso, con la detención de Ghislaine Maxwell (la hija del magnate de los medios, Robert Maxwell, que fue el vínculo entre Andrés y Epstein) y la presión de la Fiscalía estadounidense para que el miembro de la realeza colabore en la investigación convencieron a la reina de que no había vuelta atrás en su decisión de alejar definitivamente a Andrés de la escena pública. Al menos le ha tenido cerca en privado, porque también él reside en Windsor.
Y la huida precipitada de los duques de Sussex, el príncipe Enrique y su esposa Meghan Markel, primero a Canadá y después a Los Ángeles (California), obligó a Isabel II a cerrar en falso una crisis que dividió a monárquicos y republicanos y puso en entredicho el papel de la institución en un mundo cada vez más blanco y negro. Enrique y Meghan, liberados de sus compromisos oficiales, se sienten cada vez más libres para adherirse a causas populares ―sean políticas o sociales― en las que el Palacio de Buckingham sigue pisando con pies de plomo.
La representación de la monarquía ha descansado este año en el príncipe Carlos de Inglaterra y en el segundo en la línea de sucesión, su hijo el príncipe Guillermo (hoy visto como parte de un ticket inseparable junto a su esposa Kate Middleton). Paradójicamente, fue más aireada en los medios británicos la decisión de Guillermo (38 años) de no hacer público que había sufrido la covid-19 (para no crear alarma innecesaria, se justificó) que el anuncio de su padre, el heredero (72 años), de que la había pasado con síntomas leves. Porque, a Carlos (y a toda la familia real), la comunicación digital le ha traído este año la resurrección de aquellos años horribles. La cuarta temporada de la serie The Crown, de Netflix, ha devuelto al recuerdo de los británicos el tormentoso matrimonio con Diana Spencer. Los sondeos, calmados durante un tiempo, han mostrado de nuevo que una mayoría de ciudadanos preferiría que hubiera un salto en la línea de sucesión y Guillermo ocupara el trono cuando Isabel II ya no esté. El Gobierno de Johnson ha cometido la torpeza de exigir a la productora que advierta antes de cada capítulo a los usuarios que se trata de una ficción. “La serie de Peter Morgan [creador y guionista de The Crown] ofreció al principio un retrato simpático de la realeza, que conquistó una enorme audiencia global. Pero ahora, en las últimas temporadas, ha planteado una interpretación más crítica de La Empresa (The Firm, como se conoce a la familia real) y ha suscitado dudas sobre la imagen pública, el poder y el privilegio de la dinastía Windsor”, explica Owens.
El viaje en tren por Escocia y Gales de Guillermo y Kate a principios de diciembre, inflado por Downing Street y los medios conservadores, tuvo una tibia acogida por parte de los Gobiernos autónomos y la población en general. Solo Isabel II podría intentar recuperar su propia magia, pero no es lo mismo viajar desde Windsor de modo virtual.
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