‘Mia cara’ Lucia Bosé
Era naturalmente arbitraria e inteligente, eso era una de las cosas que más me fascinaban de ella, aparte, desde luego, de su incalculable belleza
Apenas supe del fallecimiento de Lucia, empezó a llover en Madrid. Lucia era una de las personas más vinculadas a la naturaleza que he conocido, ella me enseñó que había que abrazar a los árboles porque “la gran mayoría son mayores que nosotros y más sabios”. Pero así como te enseñaba a abrazarlos, indicaba con muchísima seriedad que si te manchabas con la corteza te limpiaras antes de entrar en su inmaculada casa de Somosaguas (Madrid). Lucia era naturalmente arbitraria e inteligente, eso era una de las cosas que más me fascinaban de ella, aparte, desde luego, de su incalculable belleza.
Históricamente, es una de las grandes bellezas del siglo XX. En sus ojos, en su mirada, en su voz, en su conocimiento (“¿No te has detenido a pensar que los jeroglíficos egipcios y el grafiti son casi lo mismo, una forma de escritura?”), Lucia siempre fue bella y nos enseñó a encontrar y buscar la belleza en todas partes. Entendía que la belleza es lo bueno.
Conocí a Lucia Bosé el mismo año que llegué a España y conocí también la natural hospitalidad de su casa, sus hijos y ella, la mami, apareciendo ante mí una noche de Navidad con una inmensa fuente de raviolis humeantes. Tras el vaho de mantequilla y romero, estaba ella, alucinante, la George Sand de la película favorita de mi papá, la belleza que sedujo al comunismo italiano y a Visconti. La amiga de Cocteau y de Picasso, la novia de la generación de europeos que despertaban de la guerra, la exesposa de Dominguín y la mamá de Miguel Bosé. Ella me revisó con la mirada, le pregunté cuál era ese otro olor que se confundía con el de los raviolis, clavó sus ojos, sonrió con perfección de actriz y dijo: “Mi perfume, tuberosa en italiano, gardenia en castellano”.
Nos gustaba mucho hablar. Y cotillear, Lucia tenia un sentido muy agudo de la vida social y sabía muy bien el sitio que su familia ocupaba en esa esfera. Yo siempre defendía que ella y Dominguín crearon el glamur nacional. “Tampoco había mucha más gente”, decía, a carcajadas. No es su único legado. Desde hace dos semanas, la filmoteca de Viena proyecta un ciclo Bardem, Buñuel y Berlanga y el cartel es Alberto Closas y Lucia Bosé, los intérpretes de Muerte de un ciclista. Personalmente, mis películas favoritas de Lucia son sus dos Antonioni: La dama sin camelia y Crónica de un amor. El día que murió Antonioni, Lucia y yo estábamos viendo la retransmisión de su funeral y Mónica Vitti lloraba sin pudor alguno. Lucia intentó disimular un gesto de desaprobación pero no pudo evitar decir: “Sobreactuada”.
Lucia era una diva. Pero divertida. Cuando te contaba algo, interpretaba todos los papeles, adaptando voces, imitando gestos. Hacía de Franco y de Marilyn, los conoció a ambos. Ver una película en su compañía era complicado, porque se adelantaba a los giros del guion y cuestionaba las actuaciones, la iluminación, el encuadre. Una de sus mejores anécdotas era la de que una avispa se coló en la peluca de Joan Crawford durante una corrida de Dominguín. Nadie se atrevía a tocar la peluca, hasta que Lucia levantó el aparato capilar y la avispa se liberó felizmente. Atrevida, su mejor actuación es cuando imitaba a Gina Lollobrigida abandonando un rodaje en Madrid, con un tosco, pelín vulgar acento romanísimo. “Me ne vado, va fan culo” (“Me voy, que os den”).
Lucia concedió su última entrevista al equipo de guionistas de la serie sobre su hijo Miguel, a principios de marzo. Estaba tan lúcida, afectuosa y aguda como siempre. Recordó las penurias que atravesó tras la separación de Dominguín. “No teníamos comida para el Año Nuevo y Miguel pidió que abriésemos la única botella de champán que había. Brindamos y él me dijo: 'Mamá, esto lo vamos a pasar. Pero no nos marchemos de España, por favor". Y entonces, llorando dijo: “Y lo cumplí”.
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