Loewe consigue que se hable de vestidos y no de mascarillas
La firma dirigida por J. W. Anderson ofrece uno de sus mejores desfiles en una semana de la moda de París preocupada por las consecuencias comerciales de la Covid-19
Ni Nina Ricci y sus trajes, ni la modelo Esther Cañadas cerrando el desfile de Balmain. Solo los escultóricos vestidos de Loewe consiguieron hacerle sombra al verdadero protagonista de la semana de la moda de París: el coronavirus. Excusas para mentarlo no faltan: Dries Van Noten, Loewe y Paco Rabanne repartieron mascarillas en sus desfiles; LVMH —el grupo de empresas de lujo más poderoso del mundo— anunció la suspensión de su entrega de premios el mismo día en el que se conocía la muerte del primer ciudadano francés por esta enfermedad; y Ralph Lauren y Hugo Boss, que había desfilado la semana anterior en Milán, suspendieron sus presentaciones en la capital francesa. La conversación no gira tanto en torno a la salud humana —aunque también—, si no a la de una industria que podría perder este año entre 30.000 y 40.000 millones de euros en ventas si el brote de Covid-19 se prolonga, según el último informe realizado por las consultorías Altagamma, BCG y Bernstein.
No en vano, el sector ha contrarrestado durante años la volatilidad política y macroeconómica gracias a la expansión del mercado chino, que desde 2012 es responsable del 70% del crecimiento de la industria del lujo, según la publicación Business of Fashion. Con el consumo del país asiático ralentizándose y el turismo congelado, muchas firmas han pospuesto la apertura de nuevas tiendas. Es el caso, por ejemplo, de la joyera Messika, que tenía previsto inaugurar boutique en París la próxima semana. También comienzan a desviar la inversión destinada a eventos hacia su estrategia digital, pero los cambios estructurales más profundos están aún por llegar. Así lo cree Mario Ortelli, fundador de la consultoría especializada en lujo Ortelli & Co: “Cuanto más dure el brote, más tiempo tardarán las marcas en recuperarse y más problemático será el proceso”.
Esa espada de Damocles se deja sentir más en el ambiente que sobre la pasarela. Al fin y al cabo, todo estaba preparado mucho antes de que el líquido desinfectante se convirtiese en el complemento de moda. El diseñador J. W. Anderson presentó el viernes una de sus colecciones más maduras y a la vez emocionantes para Loewe. Un trabajo en el que revisita el periodo de regencia británica “desde los ojos de España”, tal como explicaba al terminar el aplaudido desfile. “El reto era exagerar los volúmenes y construir una nueva silueta desde un punto de vista abstracto”, continua. “Vestirse para impresionar”. Objetivo cumplido gracias a sus contundentes abrigos trapezoidales con detalles de piel en cuello o mangas y los trajes de corte cartesiano.
Aunque lo realmente sobresaliente fueron sus escultóricos vestidos, a caballo entre la estética futurista y el siglo XIX, un referente compartido por Paco Rabanne y algunos diseñadores de la semana de la moda de Londres —como Richard Quinn—. Esta coincidencia habla de la vuelta a un lujo más decimonónico y ostentoso; en el caso de Loewe subrayada, además, por los exquisitos tejidos japoneses y las enormes pecheras de porcelana del artista Iowe Kuwata, a partir de las que se construían las prendas. “La temporada pasada nos inspiramos en Velázquez y todo giraba alrededor de las caderas y los miriñaques. Aprendí bastante sobre la cintura y me divertí mucho. Así que cuando empezamos esta colección, me pregunté cómo podíamos seguir jugando con esta parte del cuerpo, y decidimos exagerarla con pliegues y estructuras internas”. El resultado: una propuesta poética, femenina y llena de plasticidad. Retadora, pero comprensible: algo que hoy puede decirse de muy pocas colecciones.
La de Rick Owens es poderosa, pero no fácil. Tampoco le hace falta. La estética del estadounidense se sitúa a medio camino entre la película Mad Max, un after bielorruso y la versión postapocalíptica de Los Ángeles. Un universo extremo y lleno de dramatismo que congrega a una de las comunidades de fieles más devotas de toda la industria de la moda.
Su colección para el próximo otoño-invierno pivota sobre dos ejes: los vestidos de punto asimétricos con vertiginosas aberturas laterales y las hombreras —monumentales, tipo pagoda, apuntadas como un arco gótico—, que sostienen la tensión de una propuesta con guiños industriales como unos guantes de laboratorio con bolsillos incorporados. Y, por supuesto, sus míticas plataformas de metacrilato: el equivalente a la cruz católica para los seguidores de Owens. Rematadas ahora en metal, suben en algunos casos hasta la ingle como las botas de pesca.
También aparece este calzado —aunque en una versión más sofisticada— en la colección de Olivier Rousteing para Balmain, que se inspira en la burguesa disco de los ochenta. Es decir, en Carolina de Mónaco bailando en la parisiense The Palace, o lo que es lo mismo: ponchos beige, pantalones de cuero y conjuntos de falda y cárdigan con estampado ecuestre en seda. Para cerrar el círculo del revival, el diseñador subió a la pasarela a las top models de los noventa Esther Cañadas y Helena Christensen. Su coetánea Carolyn Murphy desfiló el jueves para Isabel Marant, que no decepcionó pero tampoco sorprendió a sus fieles compradores. Nina Ricci también insiste en su sastrería conceptual, se suma a la tendencia de los arneses y reinterpreta los sombreros sobredimensionados que lanzó la temporada pasada y que tantos stories y páginas acapararon.
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