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La cocina de los lazos amarillos

La comida de color amarillo se ha convertido en parte del movimiento por la libertad de los políticos catalanes encarcelados. Libros de cocina, cenas y tartas que unen, pero también separan, a los independentistas.

Amor amarillo
Amor amarillo

Revuelto de rebozuelos, pollo al curri, bacalao frito con mostaza y pastel de limón y piña con crema catalana. Estos platos podrían aparecer en la carta de cualquier restaurante, pero se sirvieron juntos durante una cena muy especial, de potente simbolismo político. Fue durante el primer Sopar Groc –"Cena Amarilla", en castellano–, organizado el 9 de enero de este año en el restaurante barcelonés Semproniana.

El ágape tuvo "una finalidad solidaria", en palabras de Ada Parellada, cocinera propietaria del establecimiento. "Quisimos denunciar que el Govern se encontraba injustamente encarcelado. Todo el dinero que quedó tras pagar los gastos mínimos se usó para sufragar los viajes de las familias de los presos y para pagar la escolarización de sus hijos, principalmente”. La idea le valió a Parellada el boicot en forma de reservas y críticas falsas, pero también el apoyo del independentismo.

No fue un acto aislado: la costumbre de teñir de amarillo la comida como acto reivindicativo se ha extendido últimamente por buena parte de Cataluña. En algunos sitios la presencia se puede reducir a una sencilla servilleta de ese color, pero la fantasía aplicada a una causa política puede dar, sorprendentemente, mucho de sí.

Cremas amarillas, galletas amarillas, lazos de frosting amarillo, helados amarillos… la protesta política está convirtiendo la comida en una declinación monocromática digna de un artista conceptual algo obsesivo. Las fotografías que vienen a continuación demuestran que no estoy exagerando.

Un meta-lazo amarillo como centro de mesa.

Cupcakes amarillos y galletas caníbales –azules–.

¿Un consolador amarillo?

¿Helado o helazo?

Una paella de mejillones reivindicativos.

Un pastel de boda poliamorosa.

Un bocadillo por bandera.

Una oportunidad de negocio desafortunada.

Todas las fotografías salvo la última, cuyo objeto fue considerado por buena parte del independentismo como una lamentable muestra de oportunismo, han sido recopiladas por Oriol Güell, quien mantiene en su cuenta de Twitter una intensa y muy interesante actividad de divulgación y opinión política y social.

"Cuelgo las fotografías para compartir lo que sucede a mi alrededor", nos cuenta Güell. "No deseo ofender a nadie, sé que se acumulan muchos sentimientos alrededor de estas celebraciones. Además, respeto mucho la protesta contra el encarcelamiento de los políticos independentistas acusados de graves delitos. Yo también creo que se debería decretar la libertad mientras no se celebre el juicio".

Preguntado sobre el sentido de que una comunidad se coma a sus símbolos políticos, Güell cree que "la razón básica trasciende a los presos y consiste en escenificar la existencia de una comunidad que se reconoce como tal y que, por lo tanto, debe tener símbolos y ritos propios". "Son útiles para mantener la cohesión de la comunidad. Pero dudo de que sea beneficioso para la imagen exterior del movimiento. Desde fuera suscita cierta extrañeza. A mí, personalmente, no me parecen eventos estimulantes ni creo que respondan a un movimiento maduro. Pero quizá me falta la emoción necesaria para comulgar".

En el sentido que apunta Güell, es interesante observar que las comidas amarillas o, sin más, las comidas que reivindican la libertad de los líderes independentistas en prisión, se están convirtiendo en una nueva moneda común gastronómica. Como la pasta en Italia, las baguettes en Francia o el cebiche en el Perú.

Parellada, quien obviamente sí comulga con el amarillo, coincide con Güell en el aspecto cohesionador. “Sirve para encontrarse y confirmar que los que estamos en esta lucha no estamos solos. Y como esto va para largo, nos reunimos y lo pasamos bien. Compartir un rato en un ambiente distendido es mucho más beneficioso que vivir en una constante letanía”, dice la cocinera. Y es que resulta típicamente catalán el celebrar lamentándose, recordemos que  nuestro día nacional conmemora una derrota, así que este celebrar en un ambiente relajado y un poco festivo aporta algo de aire fresco en nuestras costumbres.

¿Han llegado estas reivindicaciones comestibles a convertirse en objeto de consumo habitual, aparte de iniciativas puntuales y cenas privadas? Todavía no, pero un panadero barcelonés que suele exhibir panes que conmemoran todo tipo de celebraciones –desde una victoria del Barça a una efeméride popular–, comentaba esta misma mañana que "le estaba dando vueltas para ver qué se le ocurría hacer por la democracia".

Pero además de celebrar derrotas, en Cataluña tenemos cierta tendencia a comer símbolos.

El veintitrés de abril es tradición comer un delicioso pan de sobrasada que figura la senyera, el pan de Sant Jordi, y en Navidad no dudamos en comernos las almendras y el turrón que defeca el Tió o Caganer, un leño al que azotamos duro, hasta que mágicamente hace de vientre, y que a pesar del maltrato visita nuestras casas cada mes de diciembre.

¿Tenemos ahí un precedente de lo amarillo comestible?

El periodista Guillem Martínez, afiladísimo observador de la actualidad política catalana y autor de una serie de artículos sobre el procés que merecen ser enmarcados, apunta en esa línea cuando le pregunto sobre su opinión acerca del fenómeno de la cocina amarilla: “son protestas simbólicas. Es decir, anecdóticas. Y técnicamente católicas. Reunirse para comer ceremonialmente es, básicamente, una misa. Lo divertido es que comer –es decir, también cagar– es muy escatológico. Muy propio de una cultura que ha creado el caganer, uno de los últimos vestigios en Europa del culto a las divinidades paganas relacionadas con las heces”.

Como dijo el presidente emérito, los catalanes hacen cosas, y parece que una mitad de la sociedad tiene la vena creativa gastronómica en ebullición desde hace ya demasiado tiempo. Se me ocurre un escenario particularmente trágico relacionado con esto: si cosas que siempre han sido amarillas -como los buzones de Barcelona o las protecciones de los andamios de las obras- han empezado a sufrir casos de vandalismo por un rifirafe de poner y quitar lazos, podría pasar lo mismo con la tortilla de patatas, la paella o el arroz con costra. ¿No es suficiente motivo como para sentarse a la mesa en hermandad e intentar arreglar lo que han estropeado años de mala gestión política?

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