En contra del cuquismo gastronómico
La comida entra por los ojos, pero ¿no estamos llevando demasiado lejos la obsesión por lo bonito en lo que comemos? La línea que separa de la cursilada y la distorsión de la realidad está ahí. Y ya la hemos cruzado.
Nadie lo discute, ni siquiera yo en el peor de mis arrebatos de abuela cebolleta: los platos saben mejor cuando entran por los ojos. Pero de ahí a la actual fiebre por lo cuqui hay un trecho.
Bueno, más que un trecho. Lo que hay es un camino repleto de cursiladas que harían vomitar hasta al Pequeño Pony Arcoiris
Todo empezó con la aparición de la revista Kinfolk, en 2011. Muchos nos quedamos sorprendidos por el cuidado diseño de aquella revista sobre ‘pequeños encuentros’ que, en general, giraban en torno a la comida. Era una revista minimalista, con preciosas fotos desvaídas de estética folk –mesa puesta en paisaje bucólico, manos agarrando tazas calentitas ante chimenea encendida, naturaleza muerta sobre madera gastada con cuchillo y trapo– y textos que profundizaban en lo bueno de compartir las cosas buenas de la vida con gente a la que quieres. El primer número fue rompedor, el segundo se quedó en repetitivo y el tercero cayó en lo cansino. Pero, oye, creó escuela.
Kinfolk pasó de mano en mano de diseñador, de mano en mano de director de arte, de mano en mano de fotógrafo. Y alguna de ellas era una mano foodie.
Ay, cómo la liamos. Los clones empezaron a extenderse como una muy poco estética mancha de aceite, conquistando píxel a píxel nuestras pantallas y devorando de un bocado miles de cuentas de Instagram. De repente parecía que nos habíamos mudado todos a San Francisco o a Oregón.
¿Estamos locos o qué?
A raíz de las declaraciones de la modelo Essen O’Neill, últimamente se ha disctutido bastante sobre las imposturas de la moda. Y casi todo el mundo ha coincidido en que proyectar determinadas imágenes, irreales, puede generar problemas en el público al que van dirigidas. Todos hemos querido alguna vez tener unas abdominales bien definidas o unas tetas exentas de ley gravitatoria, como las que vemos en los anuncios. Y, claro, eso puede generar frustración y desencadenar conductas no muy saludables.
Salvando las distancias, el cuquismo gastronómico puede provocar algo parecido. No digo que una foto bonita de comida pueda generar un desorden alimentario, no voy por ahí. Pero estoy bastante seguro de que una imagen demasiado posproducida frustrará a quien pretenda cocinar la receta representada, por poner un ejemplo.
Es fácil que alguien se fije en la foto, luego en su plato –que puede estar riquísimo– y piense: ‘pues no me ha quedado bien, soy un negado para la cocina’. ¡Nada más lejos de la realidad! Esa alma cándida es en realidad una víctima del cuquismo gastronómico. Muy probablemente la comida que aparece en esa fotografía que nos llama la atención no está terminada de cocinar, para que aguante mejor durante la sesión fotográfica. O está rocíada con grasas, para que brille más. O la presentan sobre una mesa de aspecto rústico y cálido que, en realidad, son un par de tablones hábilmente encuadrados.
El caso es que el cuquismo ofrece una visión superficial de la comida, centrando el foco en la estética y frustrando al personal; cuando lo importante es incrementar el número de gente que cocina en casa, con técnicas saludables e ingredientes de temporada y proximidad, si no es mucho pedir.
Algunos dirán que presentar las cosas de la forma más bonita posible contribuye a que la gente se acerque a conocerlas y, hasta cierto punto es verdad. Pero en realidad, lo cuqui no hace eso. Lo cuqui crea un imaginario irreal, inalcanzable. Algo así como los realities de televisión sobre gastronomía.
Son, al fin y al cabo, imágenes distorsionadas que, a duras penas, sí llegan a alimentar los ojos.
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