El correcto triunfo de Carlos en 'Masterchef'
El vendedor ambulante gana el concurso con su mejor arma: una historia demasiado bonita para no encumbrarla. La final reincide en las mayores virtudes y los peores vicios de la tercera temporada del espacio.
Ocurrió lo previsto, lo televisivamente correcto y, seguramente, lo más justo. Carlos, el vendedor ambulante de Toledo, ganó ayer Masterchef. El concursante más simpático y más mazado de la tercera edición venció con las armas que había mostrado desde el primer día: riesgo, creatividad y capacidad de aprendizaje. Además, su historia era demasiado bonita para no encumbrarla: ¿quién puede resistirse a un chaval brutote de 24 años, crecido entre embutidos, que termina haciendo crujientes, esferificaciones y merluzas a baja temperatura con perretxikos y ajo negro?
En segundo lugar quedó Sally, la auxiliar de óptica paraguaya residente en Ciudad Real, a quien de nada sirvieron su dominio de la técnica culinaria, sus siempre oportunas lágrimas y su inteligente explotación de la figura de madre coraje. También tenía una historia bonita, pero el programa prefirió el ascenso social del joven cani al melodrama de la inmigrante suramericana.
La otra novedad de la final fue la moderación del tono del jurado, que casi estuvo amable. ¿Pesó la polémica que ha marcado la última temporada del show de La 1, criticado por la innecesaria agresividad con la que se castigó a Alberto, el pobre autor de León come gamba? Es posible, pero lo cierto es que tampoco hubo motivos para la bronca: a estas alturas del curso, Masterchef estaba obligado a mostrar que los concursantes habían aprendido algo de cocina, y las pifias brillaron por su ausencia.
Por lo demás, la última entrega mantuvo muchas de las constantes de la tercera temporada. Las pruebas, bien elegidas, tuvieron el ritmo necesario para atrapar, y Pepe Rodríguez, Jordi Cruz y Samantha Vallejo-Nájera hicieron lo habitual en su transcurso: molestar. Se supo aprovechar la principal baza de estos lances: hacer que los aspirantes a cocineros lo pasen mal para que el espectador lo pase bien. Y se explotó con eficacia el contraste entre los arquetípicos perfiles de los contendientes: la cursi pizpireta Andrea y el andaluz gracioso Antonio complementaron en premeditado equilibrio a Sally y a Carlos.
A la vez, Masterchef continuó cayendo en sus peores vicios. Los diálogos viejunos provenientes de un guión apolillado lastraron la poca frescura que les queda ya a los miembros del jurado. El abuso de lo lacrimógeno, quizá la más irritante característica de la tercera temporada , volvió a sobrar en un concurso que debería respetar más su propia dignidad. Tampoco cesó el bombardeo de publicidad encubierta. Pase que un programa de la televisión pública promocione uno de sus espacios gastronómicos futuros -el concurso Cocineros al volante, que vampirizará la cansina moda de los food trucks-, pero el anuncio camuflado -y tirando a cutre- del hotelazo de Abel Matutes lo dijo todo sobre el principio que ha regido el último Masterchef: todo por la pasta.
Aún más alarmante resultó la insistencia en invitar como comensales a las pruebas a lo más granado de la élite, el pijerío o, podemos llamarlo así, la casta. En la final aparecieron como recién salidos de un taller humano de chapa y pintura Kike Sarasola, Lorenzo Quinn, Marta Robles y “algunas de las personalidades más importantes que han llegado a Ibiza”, como bien dijo la siempre natural Samantha. La visión de una metáfora tan fuerte de lo que se considera éxito en este país resultó cegadora.
Ahora bien, hay que reconocerle un mérito a la final de Masterchef: el de mostrar lo mejor y lo peor de nuestra alta cocina. Lo mejor, la existencia de héroes como Ferran Adrià, Joan y Jordi Roca o Andoni Aduriz. Lo peor, la pretenciosidad en la que es capaz de caer, representada ayer por el restaurante Sublimotion de Ibiza. Su espectáculo gastronómico de luz y sonido, a razón de 1.700 euros el cubierto, dio lugar al momento cómico no intencionado más hilarante de todo el programa, y sirvió para asombrarse de hasta dónde puede llegar la vanguardia gastronómica española cuando se pone a sacarle los cuartos a los nuevos ricos más horteras.
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