Pon ajo a esa salsa y arderás en el infierno


Cuando empecé a escribir sobre comida hace seis años, pensé que mi trabajo sería una balsa de aceite. Se acabó para siempre, me dije, la virulencia cerril de los fans cuando criticaba discos de música pop allá por Alta Edad Media, y también la agresividad de los trolls de la política o el deporte sufrida en una web informativa que comandé posteriormente.
Qué equivocado estaba. La comida no era una balsa de aceite, era un caldero de brea hirviente listo para caer sobre mi cabeza. En España, una simple receta puede desencadenar una reyerta, incruenta sólo porque el acceso a las armas está limitado. La cantidad de intolerancia gastronómica que se vierte en nuestra Red confirma que estamos rodeados de Kim Jong-uns de la comida, dispuestos a firmar tu ejecución porque has puesto naranja en el salmorejo, cebolla en la paella o zanahoria en el marmitako.
Comprobar que los vecinos están peor que tú siempre reconforta, por lo que he recibido con cierto agrado la última polémica del chef italiano Carlo Cracco. Su afrenta, merecedora de quema en plaza pública previo finde en cámara de torturas de la Inquisición, ha sido incorporar una pizca de ajo a la salsa amatriciana, y encima contarlo en televisión. Como cualquier italotalibán sabe, y bien se ha encargado de recordar el municipio de Amatrice a través de un comunicado, esta salsa sólo lleva tomate, guanciale (careta de cerdo curada) y pecorino. O sea, que lo de Cracco ni es amatriciana ni es niente.
El chef explicó que ésa era “su” manera de potenciar el sabor de la salsa, y que “a él”le gustaba así. Nunca dijo que la amatriciana llevara ajo, ni pidió una ley al Gobierno que obligara a cocinarla con él. Pero los matices no son el punto fuerte de los integristas gastronómicos, que pueden sentirse ofendidos en lo más íntimo por lo que tú haces en tu casa, sin que a ellos les afecte de manera alguna.
Los brasas de la pureza culinaria suelen invocar la tradición para justificar sus bravatas. No se dan cuenta de que en el pasado, el pueblo llano no se andaba con tantas bobadas: para elaborar los platos se tiraba de lo disponible, que no solía ser mucho, y cada señora en su cocina interpretaba las recetas como buenamente podía. Nadie debió de ponerle nunca piña a la amatriciana, porque no había y porque se habría cargado el plato, ¿pero ajo? ¿En Italia? ¿A una salsa? Estos fundamentalistas me recuerdan a los que braman por aquí cada vez que alguien varía un gazpacho añadiéndole una fruta, ignorantes de que hasta el siglo XIX, ni Blas lo hacía con tomate.
Esta columna se publicó originalmente en la Revista Sábado de la edición impresa de EL PAÍS.
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