Viaje al centro de la piadina
Hasta la semana pasada, la piadina era para mí una especie de pita semiguarrindonga rellena de cosas con queso, de la que se alimentaban muchos guiris y algunos nativos en Barcelona. Llevado por las prisas, me había comido alguna en el barrio en el que trabajo, Gràcia, donde las ¿piadineras? han crecido como cupcakes en una cuquiconvención maleni. No le había encontrado el chiste al invento: a medio camino entre la pizza, la crepe y el bocata, me parecía un producto válido para salir del paso, pero sin fuste ni poderío para causar la más mínima emoción.
Como era de esperar, todo cambió al probar la verdadera piadina. Es decir, la que hacen en su lugar de origen, la Romaña. Esta región, cercana a la Toscana y conocida como "el Sur del Norte de Italia" por lo simpática y hospitalaria que es la gente -doy fe de ello-, ha dado al mundo platos como los cappelletti (pasta rellena) o excelentes vinos de uva Sangiovese, pero su greatest hit internacional es ese pan plano, cocinado al momento.
Mi encuentro con esta maravilla se produjo en la Casa Artusi, en el pequeño pueblo romagnolo de Forlimpopoli. Este centro gastronómico está consagrado a mantener vivo el espíritu de Pellegrino Artusi, un señor con un corte de barba muy protohipster que a finales del 1894 publicó el primer libro de cocina italiana de la historia (los anteriores se habían centrado en cocinas regionales, y el suyo fue el primero que recogía platos de todo el país). Paradójicamente, Artusi pasó total de incluir la receta de la piadina enLa ciencia de la cocina y el arte del comer bien: lo que le interesaba era la cocina burguesa, y le debió de parecer una vulgaridad un pan tan "popular" (eufemismo de "de pobres").
Próximamente, en Malasaña. / TOCCO E TACCHI
La piadina no puede ser más humilde: se hace con harina, manteca, sal, agua y, desde que estos productos están en el mercado, una pizca de bicarbonato o levadura química. Era comida rápida antes de que existiera la comida rápida, y antiguamente la preparaban las mujeres cuando volvían de trabajar del campo. Su elaboración es de lo más simple: se mezclan los ingredientes y se amasan durante unos minutos. Tras un breve reposo de media hora, se estiran trozos de masa con el rodillo formando unos discos planos, que inmediatamente se cuecen al fuego un par de minutos escasos por cada lado. El resultado es un pan irresistible, crujiente y rígido por fuera pero con una fina capa blanda y húmeda en su interior.
¿Qué distingue una piadina de una pita vulgaris o de cualquiera de los cientos de panes planos que se hacen en el mundo? La manteca, obtenida de la grasa de una raza de cerdo local denominada Mora Romagnola, da un sabor particular. Pero el secreto está en la cocción. "Las piadinas se hacen sobre unas fuentes llanas de terracota llamadas teglie (tejas) de Montetiffi, que se ponen al fuego y alcanzan los 200 grados", asegura Carla Brigliadori, profesora de cocina de Casa Artusi. "Están fabricadas con una mezcla de arcillas de la zona, y son las que marcan la diferencia". Las teglie nunca jamás se lavan, sino que se limpian con una especie de escobillas hechas con ramas. "Se dice que hay que cuidarlas como a una mujer bonita".
Carla y la 'fast food' romagnola. / EL COMIDISTA
El nombre con el que se conoce este pan es en realidad un diminutivo de piada, popularizado por el poeta Giovanni Pascoli en un poema de 1900 dedicado a cantar las maravillas de la "comida nacional de los romañolos". Según cuenta Brigliadori, las piadinas se instauraron como comida callejera en la región entre los años cincuenta y sesenta, cuando las mujeres empezaron a cocinarlas en puestos fuera de casa que se identificaban por sus toldos a rayas. Hace 40 años llegó su primera versión industrial, y con ella, su expansión definitiva. Como no podía ser de otra forma tratándose de un producto tradicional, existen un montón de variantes en función de las zonas: en Rávena se preparan a la parrilla, mientras que en Faenza se fríen y en otras partes su masa es hojaldrada. Las del norte destacan por su grosor, algunas tanto que se cortan para rellenar, mientras que las del sur, en Rímini, son finas y extendidas. "Yo hago una intermedia", afirma un poco de coña Brigliadori, "porque vivo a 30 kilómetros de aquí".
En la Romagna, la piadina se suele tomar con un queso cremoso llamado squacquerone, y en las zonas más cercanas al mar, con pescado pequeño aliñado con radicchio y cebolla picados finos. Pero como todo buen pan, acompaña bien a toda clase de productos. En Casa Artusi tuvimos la suerte de comerla con algunas delicias locales: el estratosférico queso di fossa de Sogliano, que se contrasta con un poco de savor (una mermelada hecha con mosto reducido, membrillo, otras frutas y almendras, de la que intenté traerme una muestra que ahora mismo se estarán tomando a mi salud los seguratas del aeropuerto de Bolonia); embutidos, ricota, verduras escabechadas, escalonias o unas curiosísimas nectarinas enanas recogidas verdes y después encurtidas. Un festín con las mejores virtudes de la comida italiana: sencillez, nitidez de sabores y materias primas hechas con tanto mimo como orgullo.
Savor, nectarinas enanas y plataco de piadina con acompañamientos. / EL COMIDISTA
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