Helados para Aznar, verduras para ZP
Gracias, Julio González de Buitrago, chef del palacio de La Moncloa desde 1979 a 2011. Gracias no por haber dado de comer como reyes a las familias de Suárez, Calvo Sotelo, González, Aznar y Zapatero -unos quizá lo merecieron; otros, seguro que no-, sino por publicar un libro contando la aventura. Su lectura me ha proporcionado el suficiente aire psicológico como para aguantar estos sórdidos días, en los que el hijo de Tejero volvió a su puesto tras la paellita celebratoria del 23-F con su papi y Coca-Cola retiró un anuncio que era ETA porque en él aparecía un actor filoborroka (para más tarde decir que no lo había retirado). En medio de la epidemia de demencia que azota a este país, refugiarse en un ensayo tan jugoso ha sido mano de santo.
El cocinero de La Moncloa es un festín para todos los que llevamos una portera dentro, puesto que ofrece un montón de información de primera mano sobre las preferencias gastronómicas de los señores que nos gobernaron durante más de 30 años. En sus páginas descubrimos que González era el único que pisaba la cocina para prepararse pescados a la sal, o que Aznar era un yonqui del Häagen-Dasz de café hasta el punto de convertir el helado "en un asunto de Estado" y hacérselo mandar por avión desde Madrid cuando viajaba. También nos enteramos de que el palacio en la etapa de Suárez podría haber dado para un capítulo de Pesadilla en la cocina: hasta que se emprendieron reformas con Felipe, aquello era un festival de plagas de insectos y malos olores dentro de unas instalaciones cuarteleras y desfasadas.
Lo mejor del libro es que compone un retrato de los capitostes que trasciende el mero chascarrillo: a través de la mirada del cocinero, que parece un hombre honrado a la antigua usanza -trabajador, sensato, tan entusiasta de su tarea como agradecido con los que la aprecian-, vemos a un Suárez afable pero tan estresado por los acontecimientos que deja de comer, o a un Zapatero bastante bambi sometido por su mujer a una dieta de fruta y verdura de austeridad merkeliana, zampándose platos menos dietéticamente correctos a la menor ocasión. En estos tiempos de contratos de confidencialidad, sorprende la transparencia con la que González de Buitrago rememora su relación con los dirigentes, sus esposas y sus hijos, siempre con tacto y educación, pero sin censurar episodios o actitudes que no dejan en muy buen lugar a algunos de ellos.
En este sentido, el capítulo dedicado a los Aznar resulta iluminador: sólo tiene buenas palabras para Ana hija. El chef cuenta que, al contrario que sus antecesores y su sucesor, el héroe de las Azores y supercolega de Florentino Pérez, sólo le dirigió la palabra una vez en sus ocho años de reinado, y que le impuso a El Corte Inglés como único proveedor (cosa que Zapatero cambió ordenando que la comida se comprara en Mercamadrid, lo que según él nos ahorró una pequeña pasta a todos los españoles). Ana Botella no sale mejor parada: exigente y marimandona, no le preocupa hacer la vida más difícil al servicio con retrasos a la hora de confirmar los menús, cambios de última hora o broncas por no cocinar la tortilla de patatas de una forma imposible (con las patatas "crujientes pero poco hechas"). ¿A que no os sorprende que tan adorable matrimonio se comportara así con sus empleados? Dime como tratas a los que tienes debajo, y te diré quién eres.
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