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Cocinero por parte de madre

El legendario pisto de Mari Carmen. / AINHOA GOMÀ
El legendario pisto de Mari Carmen. / AINHOA GOMÀ
Mikel López Iturriaga

Hoy voy a hablar de mi madre. Tranquilos: no soltaré un rollo sentimentaloide sobre lo maravillosa que era ni defenderé que como ella no cocinaba ni Arzak. Guisaba bien, algo no demasiado excepcional en una mujer vasca de su generación. Pero como personaje tiene su papel en este blog, ya que gracias a ella me aficioné a la cocina y acabé dando la tabarra desde este púlpito electrónico. Ahora que se ha ido al más allá, me apetece contar algunas batallitas y chascarrillos con los que como hijos y aficionados a las cazuelas quizá os sintáis identificados.

Mari Carmen era una cocinera clásica, poco dada a excentricidades ni moderneces. Sus greatest hits eran platos de toda la vida, muchas de cuyas recetas están disponibles en mi antiguo blog, Ondakín, para todo aquel que quiera disfrutarlas: su fastuoso marmitako, su deliciosa sopa de pescado o sus brutales filetes de huerta, que lograron introducir en el universo de la acelga a un niño reacio a la verdura como yo.

Jamás he comido un pisto a la bilbaína y unas tostadas de Carnaval (también conocidas como torrijas) que me hayan sabido tan bien como los suyos. Imagino que esto le pasa a todo el mundo, o al menos a los que hemos tenido la suerte de contar con una progenitora competente en la cocina: la conexión que se establece entre una madre y un hijo a través de la comida tiene un punto irracional, casi primitivo, que convierte la experiencia de tomarla en algo insuperable. Quizá tenga que ver también con la memoria: un plato que te recuerda a la infancia posee un impacto emocional único, gracias al cual unas humildes patatas con chorizo te pueden proporcionar mil veces más placer que el marisco más caro del restaurante más selecto.

Hablando de restaurantes, digamos que mi madre tenía una relación un tanto tormentosa con ellos. Cada vez que surgía la idea de comer en uno de ellos, ella soltaba su mantra: "¿Para qué vamos a ir ahí si no nos van a dar mejor que en casa?". Si conseguías arrastrarle a uno, debías ir preparado para un auténtico vía crucis: su nivel de exigencia culinaria era tal que pocos lugares quedaban libres de sus críticas feroces, y lo más normal era que te acabara amargando la comida.

Jamás olvidaré un momento memorable en un restaurante pijo de Barcelona. Mi madre, que era ya bastante mayor, había entrado en una etapa en la que no se cortaba un pelo. Le sirvieron un plato decorado con una hoja entera de lechuga iceberg, alimento al que profesaba un odio furibundo. Agarró la hoja con la mano y haciendo un gesto como si fuera un pai-pai, exclamó para horror de los presentes y del camarero: "¿Y esto para qué es? ¿Para abanicarme?".

No penséis por esto que era una especie de bruja amargada: quitando a su hermana Luisa, no he conocido a una persona más generosa que ella. Era de esas madres que siempre se comía la manzana arrugada, el plátano pocho o el trozo de bonito con más parte negra para dejar a los demás las mejores piezas. Pero Mari Carmen provenía de un mundo para el que las tonterías de tantos restaurantes modernos resultaban incomprensibles. No soportaba los platos emperifollados, y mucho menos los mal ejecutados. Su sensor para detectar cualquier intento de disfrazar un ingrediente mediocre era de los más afinados que he conocido: en cuanto olía cualquier producto demasiado aderezado o lo veía flotando en una cantidad excesiva de salsa, empezaba a resoplar. Y si la salsa llevaba nata, ese azote de la nueva cocina de los ochenta, más te valía ponerte a cubierto porque el volcán entraba en erupción.

Mari carmen
Mari carmen

Mi madre, preparando un bocata en una excursión. El del Lacoste soy yo.

En descargo de los hosteleros, diré que mi madre poseía una habilidad innata para pedir siempre lo más inadecuado. ¿Que estabas en una taberna de pescadores? Pues ella quería carne. ¿Que ibas a un asador de cochinillos en Segovia? Algo de pescado, por favor. Supongo que era un mecanismo inconsciente para reforzar su escala de valores personal, en la que la restauración quedaba muy, muy por debajo de la comida casera.

Creo que ese afecto por lo hecho en casa es la herencia más importante que me ha legado. Pero no es la única. De ella aprendí a tratar los ingredientes con respeto y delicadeza. Me enseñó a no sobrecocinar el pescado, empleando siempre cocciones muy breves; a no abusar de los condimentos, añadiendo a los platos los sabores justos y necesarios, y a cocinar con poca grasa, aunque a la pobre en los últimos tiempos se le fuera un poco la mano en este terreno. Ella me contagió la alergia a tirar comida y la sabiduría de utilizarla en fantásticos platos reciclados. Y me reveló la verdadera grandeza de la cocina, que consiste en saber llevar a cabo platos simples pero con detalles muy cuidados.

Por desgracia, mi madre ya nunca me recibirá más en su casa de Bilbao con una purrusalda, una menestra o una merluza frita con pimientos rojos. No mantendremos más conversaciones apasionantes sobre cómo ha bajado la calidad de la fruta o sobre si las anchoas de ahora vienen de Marruecos. No nos partiremos de risa despellejando el último restaurante al que le obligaron a ir. No disfrutaremos como enanos bajando a tomar chocolate con churros al Casco Viejo o zampándonos una carolina, su pastel favorito.

Así de cruel es la vida, que te quita lo que de verdad es importante. Pero para mi madre por fin ha llegado un descanso tan necesario como inapelable. Eso sí, espero que el cátering del cielo sea decente, porque si no sé de una que es capaz de bajarse a los fogones del infierno a ponerse su propia comida.

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Sobre la firma

Mikel López Iturriaga
Director de El Comidista, web gastronómica en la que publica artículos, recetas y vídeos desde 2010. Ha trabajado como periodista en EL PAÍS, Ya.com o ADN y colaborado en programas de radio como 'Hoy por hoy' (Cadena Ser), 'Las tardes de RNE' y 'Gente despierta'. En televisión presentó programas como El Comidista TV (laSexta) o Banana split (La 2).

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