¿Vuelve lo simple?
¿Satisface más la buena comida sencilla que los complejos platos de la alta gastronomía? ¿Puede un calamar a la plancha proporcionar más placer que una ostra escaldada sobre piedras calientes y aromatizada al Pedro Ximénez con su crema de puerros? En estas profundísimas cavilaciones me hallaba yo el otro día mientras comía en el restaurante Pascual de Santoña (Cantabria).
El local, también conocido como “Chili” -así se apodaba el fundador y abuelo de los actuales propietarios-, se encuentra al borde del mar en la, ejem, calle Almirante Carrero Blanco. Se podría definir como la antítesis del lujo: bancos corridos, manteles de papel, atmósfera de merendero, servicio a destajo y, si vas por la noche, una criminal iluminación de planta de producción industrial. Sin embargo, siempre está lleno de clientes deseosos de devorar rabas, jibiones encebollados o fritos, soberbios boquerones en vinagre, básicos pero deliciosos pescados a la parrilla y ejemplares ensaladas mixtas, pródigas en bonito en aceite, con una lechuga que da gloria verla, un tomate que es tomate y una cebolla roja tan suave que ni repite. Y todo por un precio con el que los venidos de capitales del sablazo como Madrid y Barcelona nos quedamos picuetos: unos 15 o 20 euros.
Algunos apóstoles de la cocina compleja suelen calificar este tipo de establecimientos con el condescendiente calificativo de “restaurantes de producto”, como si su único valor fuera el de saber comprar buenos ingredientes a sus proveedores. Bien, digo yo que habrá algún mérito en no arruinar dicho “producto”, tratarlo con dignidad y sacar el máximo partido de él en elaboraciones simples, pero sabias y cuidadas. Quizá sea incluso más difícil que someterlo a 100 complicados tratamientos culinarios para que acabe transformándose en otra cosa. Otro “producto”.
No se malinterprete este elogio de lo simple como una defensa de “lo tradicional” o un ataque a la alta cocina contemporánea. Me aburre sobremanera esa falsa dicotomía. Cada plato tiene su momento y su lugar, y a la larga sólo hay dos tipos de cocina opuestos de verdad: la buena y la mala. La buena comida se puede encontrar tanto en un restaurante de vanguardia como en el bar de menú de la esquina, y tres cuartos de lo mismo se puede decir de las estafas y los gatos por liebre.
Ahora bien, “a nivel de persona humana”, como dirían en cualquier talk-show español, y sin ánimo alguno de hacer transferible mi experiencia, diré que cada vez disfruto más con la comida simple: platos de pocos ingredientes, no demasiado manipulados, en los que la intervención del cocinero sea sólo la justa y necesaria, llevada a cabo con precisión, frescura y, a poder ser, originalidad.
Quizá ese estado de ánimo obedezca al hecho de llevar unos días por la zona consumiendo impagables verduras recién cogidas de la huerta y pegándome homenajes en comedores como el simplicísimus Pascual. Aunque con mi propensión a proyectar, a ratos sospecho que pueda tratarse de una tendencia generalizada de la era post-Bulli. Que ya estemos todos un poco saturados con el barroquismo de la cocina rebuscada y necesitemos un chute de sencillez punk en los fogones. Una sencillez que, ojo, no debería oponerse a la experimentación o la novedad, sino a la innecesaria sobreproducción.
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