Primera y última conversación con Santi Santamaría
Los artículos sobre alguien que se acaba de morir siempre me han producido el mayor de los reparos. Suelen ser panegíricos, desatadas alabanzas de lo buena persona y mejor profesional que era el fallecido capaces de sumir en el sopor al más fan. Y es casi peor cuando son críticos: me incomoda leer miserias acerca de un cadáver aún caliente por muy malvado que fuera en vida, con el drama que la muerte debe de suponer para sus inocentes familiares y allegados.
Por eso siempre he evitado como he podido escribir este tipo de piezas. Sin embargo, me voy a saltar mi propia norma con Santi Santamaría, puesto que su partida al más allá me ha conmovido de forma extraña. Seguramente sea porque hablé con él por teléfono hace poco.
No me voy a tirar el pisto de haber sido amiguete del chef: nunca le vi en persona y era la primera vez en la vida que me comunicaba con él. Sólo le llamé para pedirle que participara en una pequeña encuesta que estaba haciendo entre cocineros sobre sus placeres culpables, esas comidas o bebidas que les apasionan pero que a la vez les causan vergüenza o remordimiento.
La respuesta de Santamaría fue inequívoca: su placer culpable era el gin-tonic. “Es una bebida asesina", me dijo. "Como obeso sé que no me conviene porque tiene azúcar y alcohol, y la suma de calorías es una bomba después de una cena. Pero hay tantas cosas que no me convienen...".
Le pregunté desde cuándo lo tomaba. "Desde siempre", contestó, "porque me gusta la tertulia después de comer, y ésta va asociada al tabaco y a una buena copa. Es una gozada de bebida, porque tiene un equilibrio perfecto que nuestro paladar agradece".
Indagué entonces sobre qué opinaba la gente cercana sobre este vicio. "A mi mujer no le parece muy bien que los tome. Me mira mal con el primero, me dice algo con el segundo, y con el tercero se levanta de la mesa y se va”.
Aparte de sentirme muy identificado con su amor por el gin-tonic, pues lo profeso desde tierna edad, me sorprendió la desbordante simpatía del personaje. Me podía haber despachado en medio minuto, y sin embargo estuvimos hablando más de un cuarto de hora. Bueno, estuvo hablando él, porque como supongo en otras cosas, el alma de El Racó de Can Fabes era torrencial en la conversación.
También agradecí su sinceridad, la misma que le llevó a enfrentarse a la élite culinaria española hace ya más de dos años. Desconozco si sus críticas al uso de productos químicos por parte de Ferran Adrià y su escuela experimental fueron fruto de las rencillas o del resentimiento, pero al menos hay que reconocer a Santamaría su valentía a la hora de expresar una opinión tan políticamente incorrecta en pleno boom de la cocina de vanguardia española. Personalmente siempre he sospechado del buenrollismo que existe entre las estrellas patrias de los fogones, por lo que agradecí sobremanera la brutal franqueza del catalán.
Por último debo resaltar la naturalidad que exhibió Santamaría en nuestra conversacióny, aun a riesgo de abusar de los paralelismos, compararla con su cocina. El chef abominaba de las manipulaciones de la industria alimentaria -se negó a colaborar con McDonald's- y defendía una cocina refinada sin artificios de laboratorio. Pero cuidado, no era un involucionista ni un carcamal atrancado en la tradición. Apostaba por la evolución culinaria, pero más como algo cultural que científico.
Una cosa más: como cocinillas, siempre le estaré agradecido por las recetas que publicaba cada semana en el 'Magazine' de 'La Vanguardia': el bacalao con curry o los guisantes con berberechos que sacó allí son parte de los mejores platos que he hecho jamás. Más allá de polémicas, Santi Santamaría fue uno de los mejores cocineros de la historia, como ha asegurado José Andrés en Twitter. Y es hora de reconocerlo. Aunque como también se ha dicho en esa red social, en las declaraciones y los artículos post mortem se cuele más de una lágrima de cocodrilo de los que le pusieron a caldo en vida.
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