“Si trabajas en lo que te gusta, no trabajarás ni un día”: las trampas de la frase que nos convenció de que hay que trabajar por amor y no por dinero
Esta retórica ha favorecido el sentimiento colectivo de agradecimiento por conseguir ejercer determinadas profesiones pese a que sus condiciones laborales no sean las deseadas. Pero buscar la realización personal a través del trabajo sin obtener recompensas justas ni poner límites puede generar un sentimiento de frustración
Desdibujar la línea que separa la vida personal de la laboral es uno de los objetivos que algunas empresas persiguen a través de sus estrategias de marketing corporativo. Durante la primera década de los 2000, estaba muy bien valorado el modelo exportado de Silicon Valley (California), donde empresas tecnológicas como Google o Apple habían integrado en sus instalaciones todo tipo de servicios: gimnasios, peluquerías, juegos recreativos, restaurantes… Tener un tobogán dentro de la oficina se convirtió en un símbolo de innovación, de buen hacer y, también, de modernidad. La idea partía no solo de cubrir las necesidades de los trabajadores, sino de fomentar las relaciones sociales, la diversión individual y así, de alguna manera, convertir el tiempo de trabajo en tiempo de ocio. De esta forma, manteniendo a los trabajadores contentos y provistos de todos los servicios posibles, el retorno en creatividad, motivación y esfuerzo se traduciría en ganancias y consecución de objetivos para la corporación.
Del eco que llegó a España de este tipo de estrategias para fomentar la productividad se empezaron a crear una especie de pequeñas ciudades tecnológicas, áreas —generalmente a las afueras— en las que se construyeron masivamente oficinas acristaladas provistas de servicios en las que no fuese necesario salir para encontrar una farmacia, un gimnasio o una guardería. Están en las grandes ciudades como Madrid o Barcelona, pero también en pequeñas localidades donde la instalación de un gran campus empresarial ha supuesto un cambio drástico: no hay mejor ejemplo que el de la apertura de la sede central de Inditex en Arteixo (A Coruña).
A partir del año 2010, esta idea de la oficina paraíso que se había establecido en las grandes empresas, las que realmente contaban con los recursos necesarios para transformar drásticamente sus sedes, empezó a calar también en las startups o pymes sin mucho margen de cambio por presupuesto. Pequeñas o medianas empresas tecnológicas incluyeron en sus modestas oficinas todo tipo de artilugios que diesen un aire divertido a sus instalaciones. Encontrar una mesa de pimpón, un rincón llamado gaming zone para jugar a videojuegos o un grifo de cerveza en la sala del comedor eran los nuevos símbolos de modernidad que les acercaban un poco más al modelo Silicon Valley. Hoy, sin embargo, parece que a esas deferencias hacia el empleado ya se les ha descubierto la trampa.
Así lo plantea la escritora Sarah Jaffe en su libro Trabajar: un amor no correspondido (Capitán Swing, 2024): “El trabajo creativo de los techies, su tan alardeada innovación, es lo que se celebra en estos entornos laborales flexibles y repletos de juguetes, pero este énfasis oculta el hecho de que la mayor parte del trabajo es, francamente, aburrido. Es agotador, repetitivo, requiere grandes dosis de concentración y de paciencia”. En su ensayo recoge varios testimonios de extrabajadores de grandes empresas tecnológicas, pioneras en enmascarar el trabajo con el entretenimiento. Entre ellas, las declaraciones de la extrabajadora de Facebook Kate Losse. “Que pareciera que estabas jugando, incluso cuando trabajabas, era una parte fundamental de aquella estética”, confiesa en sus memorias.
Según la ensayista, esta manera de integrar el tiempo de ocio en el trabajo forma parte de un proceso de gamificación, es decir, hacer que los empleados rompan su monotonía y desencanto laboral con la recompensa de recibir estímulos en forma de entretenimiento y, además, tener la posibilidad de cubrir todas sus necesidades sin necesidad de abandonar su puesto. Esto se entiende como una especie de retribución en especie, un extra que no es dinero, pero que funciona como moneda de cambio en el trabajo. Por otro lado, si a trabajar en una empresa que ofrece esa especie de ventajas se le suma que el puesto que ocupa un empleado encaja con sus expectativas laborales por su formación, deseos o aspiraciones, el triunfo es doble. En ocasiones, la frase de “trabaja en lo que te gusta y no trabajarás ni un día” entiende la gratificación personal a través del trabajo como otra forma de pago más. El problema de esto se empieza a materializar cuando el salario de aquellos empleos que se consideran vocacionales no se ajusta a una cifra acorde con el nivel de formación requerido, con el esfuerzo y con las exigencias del puesto. Dicho con otras palabras, normalizar la precarización de los sueldos bajo el pretexto de la vocación o de las recompensas externas es caer en la trampa de que se puede trabajar por amor y no por dinero.
Compartir esta situación de desequilibrio salarial edulcorado con ciertas ventajas facilitadas por el entorno laboral también es un lazo de unión entre la plantilla de una empresa. Todos los integrantes de una compañía, en igualdad de condiciones, comparten su desencanto general, pero al mismo tiempo el consuelo de pertenecer al grupo mitiga la insatisfacción personal. Para bien o para mal, no es raro que los empleados de una gran corporación se refieran a ella como “la casa” o hablen de ella en tercera persona del plural —”nuestra empresa“—. Buscar ese sentimiento de comunidad no es casual, es algo en lo que se trabaja desde los departamentos que trazan las estrategias de comunicación corporativa dirigida hacia su grupo de interés fundamental: los trabajadores.
El dinero es la razón principal que motiva a los individuos a acudir cada día al trabajo, pero la retórica de trabajar en lo que nos gusta ha favorecido el sentimiento colectivo de tener que estar agradecido por ejercer una profesión elegida pese a que las condiciones no sean las deseadas. En este sentido, la periodista Anne Helen Petersen, en su ensayo No puedo más: Cómo se convirtieron los millenials en la generación quemada (Capitán Swing, 2021), apunta: “El deseo de tener un trabajo guay y que nos apasione es un fenómeno particularmente moderno y burgués, un modo de dotar a ciertos trabajos de una pátina de deseabilidad que hace que los trabajadores estén dispuestos a tolerar toda forma de explotación por el mero honor de desempeñarlo”.
Asumir el utilitarismo del trabajo y separarlo del concepto entretenimiento es algo complicado cuando, en muchas ocasiones, parte de la identidad del individuo reside en su actividad profesional, sobre todo en trabajos creativos. No trabajar en aquello a lo que se aspira idealmente y optar por una profesión cuyo único fin es obtener un salario digno y justo a fin de mes puede considerarse como un fracaso personal. Pero lo contrario, está demostrado, también genera frustración. Pensar que “si trabajas en lo que te gusta, no trabajarás ni un día” supone entender el tiempo dedicado a trabajar como el desarrollo de una pasión en lugar de verlo como un instrumento práctico de supervivencia. El artista y diseñador gráfico estadounidense Adam J. Kurtz, en 2018, intervino con tachones esta famosa frase dándole una perspectiva que, para él, otorgaba un enfoque más realista a la afirmación: “Haz lo que amas y no trabajarás ni un solo día jodidamente duro todo el tiempo sin separación ni límites y, además, te lo tomarás de manera extremadamente personal”.
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