Chloë Collin, la francesa que acerca las subastas a los jóvenes: “No están reservadas a una élite que compra ‘picassos”
Esta subastadora de 28 años apasionada de los grafitis comparte todo lo que rodea a su “rica y fascinante” profesión a través de curiosos vídeos en redes sociales que ya tienen miles de adeptos. Así demuestra que “cualquiera puede pujar, a cualquier precio, por cualquier tipo de obra de arte”
La primera publicación de Chloë Collin (Rennes, 28 años) en TikTok, de febrero de 2022, es un vídeo de agradecimiento a Jacques Dubarry de Lassalle, un maestro ebanista de 94 años que ha diseñado lo que ella llama su “varita mágica de subastador”. Es un pequeño martillo negro, blanco y rosa que en el vídeo compara con la varita de Harry Potter y que ella, igual que el mago, también lleva a todas partes. Hasta tiene una réplica en miniatura que en otro de sus vídeos introduce en una extravagante minibota morada que lleva por pendiente. “La profesión de subastador es muy rica y fascinante. Al final, darle al martillo representa un porcentaje muy pequeño del trabajo”, comenta Collin a EL PAÍS. Acercar el mundo de las subastas, normalmente asociado a una élite con alto poder adquisitivo y cierta madurez, a un público joven y desenfadado a través de sus redes sociales está convirtiendo a esta subastadora francesa afincada en París en un referente cultural para las nuevas generaciones. “Bolsos Hermès, vino, muebles antiguos, diseño, arte contemporáneo, fotografía... Cualquiera puede pujar, a cualquier precio, por cualquier tipo de obra de arte”, confirma.
Su apodo tanto en Instagram, donde acumula casi 20.000 seguidores, como en TikTok, donde tiene más de 13.000 ―y casi 192.500 Me gusta―, es La Saint Glinglin, que en español se asemeja a la famosa expresión de “cuando las vacas vuelen” o “cuando las ranas críen pelo”. Para Collin, tiene un fuerte componente sentimental. “Siempre me han gustado los objetos antiguos, el arte antiguo y la fantasía, la magia. Estaba a menudo con personas mayores que me entendían cuando era pequeña y mis mejores amigas eran mis dos abuelas, que todavía lo son hoy. Ellas solían llamarme La Saint Glinglin, que es una antigua expresión francesa que significa ‘siempre procrastinando’, porque siempre estaba llena de ideas”, recuerda.
Esta procastinadora, sin embargo, es una currante tenaz cuando quiere algo. Dejó su Rennes natal para estudiar un grado conjunto de Griego Antiguo e Historia del Arte en la capital francesa, luego hizo un máster con “el institucionalismo del arte urbano” como tesis principal y acabó graduándose en Derecho para poder presentarse a los exámenes de subastador en la Escuela del Louvre porque descubrió que esa profesión combina todo lo que ama: el arte, objetos, historias personales e historia del arte. “Hay algo mágico y atemporal en este trabajo que me atrajo de inmediato”, destaca. Después de dos años de prácticas en una casa de subastas, mientras seguía estudiando en la ESCP Business School de París, por fin pudo sostener el codiciado mazo. “Cuando estaba estudiando para el examen de subastador, conocí a muchos jóvenes de mi edad que no conocían esta profesión o solo de lejos, del cine. Pensaban que estaba reservado a una élite que solo compra picassos valorados en millones de euros... Y rápidamente comprendí que esta profesión no era lo suficientemente abierta para nuestra generación”, explica Collin, que hasta hace unos meses trabajaba en la casa de subastas Pierre Bergé & Associés y ahora lo hace por cuenta propia.
@la.saint.glinglin Merci à Jacques Dubarry de Lassalle, Maître ébéniste de 93 ans, d’avoir conçu ma baguette magique de #commissairepriseur 🪄 #harrypotter #auction
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Ella compara las pujas con “un enorme mercadillo”, pero en el que los objetos son certificados por expertos y subastadores que los venden, con una exposición real y un golpe de martillo. “Al final, es simplemente una forma diferente de consumir el mismo tipo de obra de arte vintage. Las antigüedades de las personas pueden ser muy diversas y el mundo de las subastas devuelve las historias y los recuerdos a la vida”, sostiene. Su trabajo como subastadora abarca desde ponerse en contacto con el cliente, ir a su casa para descubrir los objetos y examinarlos, investigar sobre ellos, trabajar con expertos especializados, elaborar el catálogo, montar la exposición, promocionar la venta... “Solo después de todo esto, podrás orquestar la venta y golpear con el martillo con la famosa palabra ‘¡Vendido!”, resume.
Todo este proceso está narrado en los curiosos vídeos de sus redes sociales, donde cada vez gana más popularidad gracias al tono divertido y la estética clásica, pero moderna, con la que ya ha enganchado a miles de usuarios. “Miren el pequeño milagro que nos trajo hoy un cliente...”, anticipa en una publicación en la que acaba descubriendo un cuaderno de 1925 que contiene autógrafos de grandes artistas, incluyendo el de Walt Disney, al que acompaña un dibujo original del pionero de la animación de una avestruz bailarina. Lo más curioso que ha encontrado hasta la fecha, asegura, es una pequeña caja renacentista de madera. “La encontró el dueño en un basurero. La rescataron, la trajeron a nuestra casa de subastas y la acabamos vendiendo por más de 2.500 euros”, detalla Collin. “También me encantó vender un precioso dibujo de Fernand Léger este año. Siempre es una gran alegría redescubrir obras de grandes artistas que no se encuentran en museos, sino en colecciones privadas. Nos sentimos privilegiados de tenerlos en nuestras manos”, reconoce.
Uno de sus sueños es “vender un maravilloso lienzo renacentista” o la colección completa que una persona o una pareja hayan creado poquito a poco y desde cero a lo largo de toda su vida. “Es maravilloso poder dispersar una colección, para que cada objeto encuentre una nueva familia”, considera. Eso no quita que otra de sus aspiraciones sea vender grafitis históricos de Nueva York de los años ochenta, como los de Rammellzee o Dondi. Desde hace una década, Collin está especializada en esta modalidad de pintura libre. “Me apasiona ―su perfil de Instagram da fe de ello― este movimiento y lo colecciono personalmente”, apunta. Cuando era camarera en un restaurante y vendía helados en la isla de San Luis, en el río Sena, para pagarse sus estudios, decidió invertir parte de ese sueldo en comprar una fotografía de Martha Cooper, conocida por documentar la escena del grafiti de Nueva York en los setenta y los ochenta. Fue su primera adquisición. “Hoy tengo una colección de grafiti que empieza a crecer e incluso he prestado algunas obras a museos para exposiciones”, cuenta.
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Que el grafiti se pueda coleccionar ―”hay fotografías, bocetos, lienzos... pero también está lo que se conoce como post-grafiti, donde los grafiteros utilizan los códigos aprendidos en la calle para adaptarlos en el estudio en forma de juguetes, esculturas o arte digital con vídeo”, propone Collin― es un ejemplo de cómo incluso un arte nacido como un acto revolucionario tiene cabida en una casa de subastas. “Mientras exista en la calle, seguirá siendo una forma de arte rebelde. Ese es su punto fuerte, tener un pie en ambos mundos. Eso es lo que lo hace tan hermoso y, en última instancia, une a todos. Si una pieza de grafiti atrae tanto a una abuela en la calle como a un gran coleccionista, es porque es un arte que pertenece a todos”, opina la subastadora. Así, obras de grafiteros como Futura 2000, Lady Pink o Daze cada vez generan pujas más altas, “igual que las de los grandes artistas contemporáneos”, puntualiza la francesa.
Como dice Collin, comprar objetos antiguos y darles una segunda vida es una idea que concuerda perfectamente con la mentalidad de las nuevas generaciones, mucho más concienciadas con cuidar del medio ambiente que las anteriores. “Cuando se piensa en la ecología actual y en la forma en que consumimos, las subastas están más en sintonía con los tiempos que corren. El mercado de las subastas está más preparado que nunca para acoger a toda esta generación”, opina. Ella misma organizó un desfile de moda vintage en las Galeries Lafayettes con piezas históricas de Yves Saint Laurent, Versace o Courrèges, entre otros.
Las redes sociales y las subastas online, además, brindan una nueva oportunidad para democratizar todo lo que rodea a estas ventas públicas. Bajo el nombre de La Saint Glinglin, ella lo demuestra a diario. “Hay una revolución digital en nuestra profesión que se necesitaba desde hace mucho tiempo”, afirma. Y como fiel amante de la magia que es, con esa particular varita en forma de coqueto mazo, lanza un último deseo: “Me gustaría que la nueva generación pudiera pujar sin complejos, sin tener miedo de cruzar la puerta de una casa de subastas”.
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