Cuando coleccionar arte no es ni lujo ni inversión: “Las obras pueden apoderarse de cualquiera”
Detrás de las grandes subastas y de las cifras estratosféricas se sitúan los pequeños coleccionistas que suelen encontrarse a través de amigos o conocidos: “No comprendo a los que jamás se han decidido a comprar ni siquiera un grabado o un dibujito pequeño”
La palabra impone un poco y hace pensar en grandes estancias repletas de piezas o en una larga tradición —con zonas de sombra— que se remonta a los cuartos de maravillas o gabinetes de curiosidades del siglo XVII. Así que, en primer lugar, hay que aclarar que casi ningún pequeño coleccionista se considera coleccionista a sí mismo, por más que haya acumulado una cantidad respetable —todas lo son— de obra artística. Además, el discurso mediático, tan centrado en las instituciones o en los fenómenos más morbosos y discutibles del mercado del arte, no suele dar voz a quienes coleccionan alejados de las grandes subastas o de las cifras estratosféricas. Así que, fuera de sus círculos, a los pequeños coleccionistas se les suele encontrar a través de amigos que han conocido sus casas y los señalan con comentarios como: “Juan tiene una colección de dibujos que no le cabe uno más en la pared” o “el piso de Beatriz está lleno de escultura contemporánea”. Luego, Juan y Beatriz —son nombres supuestos— te dicen que no, que ellos no son coleccionistas, pero que bueno, alguna cosilla sí que tienen.
Cuando el pasado 6 de marzo el ministro de Cultura, Ernest Urtasun, trasladó al Consorcio de Galeristas su intención de rebajar el IVA en las compraventas de arte desde el 21% (tipo general) hasta el 10% (el tipo que desde 2018 se aplica, por ejemplo, a las entradas de cine o de conciertos y todavía más alto que el 4% aplicado a libros y prensa) se desató una pequeña tormenta en las redes. Una parte de la sociedad (que, por una vez, incluía tanto a personas que se perciben de izquierdas como a otras que se perciben de derechas) no entendió que se estuviera barajando rebajar los impuestos sobre un negocio que, según se lee con frecuencia, mueve miles de millones de euros y bate récords de rentabilidad cada año. Sin embargo, tal y como comentan galeristas y artistas, en el sector la noticia sentó bien a pesar de que causó ciertas confusiones durante ferias que, como Arco y Justmad, se estaban celebrando justo en ese momento.
Rafael Bonilla, codirector de la galería Paisaje Doméstico, explica que “los coleccionistas llevan tiempo quejándose. Se preguntan por qué una novela o una obra de teatro tienen IVA reducido y una obra de arte no”. Este galerista insiste mucho en que intenta que el precio no suponga un obstáculo para “el coleccionista que se enamora de una obra” y, por ejemplo, siempre permite fraccionar el pago. Paisaje Doméstico trabaja con piezas de algunos de los artistas españoles más importantes del momento, pero el público que adquiere obra es de todo tipo y, desde luego, no está constituido mayoritariamente por magnates o por inversores: “No hay un perfil fijo; sería tan aventurado como preguntarse a quién le gusta la música: puede gustarle a cualquiera. Igual que una canción te genera una emoción potente y a ese cantante ya lo seguirás de por vida, en el mundo del arte hay un momento en que una obra te emociona o cambia tu estado de ánimo y se apodera de ti el espíritu de ese artista”. Cuando se le insiste, Bonilla intenta afinar e improvisa un perfil de ese pequeño coleccionista que repite (“médicos, funcionarios, directivos de pequeñas empresas…”), pero enseguida añade que siempre hay algún cliente al que “en lugar de comprar una lámina en IKEA, se le ocurre comprar una obra”. Algo muy positivo porque “las colecciones muchas veces dependen de un primer clic, de esa primera obra a la que siguen las demás”.
Ni decoración ni especulación: disfrutando de las obras en casa
“Como coleccionista caprichosa o buscadora de pequeñas piezas que me den placer me rijo por cosas muy distintas respecto a lo que mueve al comisario —comenta Carmen Iranzo, profesora en la Escuela Superior de Diseño de Murcia y coleccionista desde hace décadas, aunque todavía le cuesta reconocerlo—. El comisario se rige por una serie de cuestiones de mercado, valores del momento, modas y prestigio… Y el pequeñísimo coleccionista no atiende a criterios de mercado, ni piensa en el valor que tendrá la obra o en los posibles herederos”. Para terminar de zanjar la cuestión más morbosa, enseguida confiesa que “el precio solo se vive como temor a no poder acceder a determinado trabajo, nunca en cuanto al presunto valor” y detalla cómo fue su primera compra: “Pensaba que estaba fuera de mis posibilidades. En una exposición de dibujos originales de la galería Sin Sentido, me gustó especialmente uno de Elisa Aguilé. Y aquella noche soñé con ese dibujo en una vitrina con cristales que fue de mi abuela. Cuando por fin lo compré me sorprendió que en mi recuerdo era completamente diferente. Pero no por eso me gustó menos, y me sigue encantando. Me di cuenta de que claro que podía tenerlo, pero es una cuestión de prioridades”.
Tanto el bibliófilo (que cuenta con la ayuda de aquella frase, ya un poco pasada de moda, de John Waters: “Si vas a casa de alguien y no tiene libros, no…”) como el coleccionista de discos llevan décadas resultando más accesibles al gran público que el coleccionista de arte. Pero tanto el libro como el vinilo son reproducciones de un original o soportes para cierto contenido y, como señalaba Walter Benjamin en La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, un manifiesto que gana actualidad con cada avance tecnológico: “Incluso en la reproducción mejor acabada falta algo: el aquí y ahora de la obra de arte, su existencia irrepetible en el lugar en que se encuentra. En dicha existencia singular, y en ninguna otra cosa, se realizó la historia a la que ha estado sometida en el curso de su perduración”. A diferencia de otros objetos, la obra de arte es una presencia irrepetible y Vicente Martínez Gadea, arquitecto con decenas de ellas en su vivienda habitual, se asombra de que haya quienes no la sienten así: “No comprendo a los que jamás se han decidido a comprar ni siquiera un grabado o un dibujito pequeño”.
“La falta de espacio no es suficiente excusa. Estuve en la casa de un coleccionista holandés que tenía los techos llenos de cuadros”, continúa Martínez Gadea. Iranzo está de acuerdo, aunque reconoce que, en su caso, “primero aparece el deseo de comprar una pieza, siempre por encima de las cuestiones prácticas”, y a veces el peligro de deterioro es real porque su casa está en peor estado que la pieza que compra. “Por ejemplo, ahora he adquirido un cuadrito de Hermann Reimer y pienso en cómo debo arreglar la casa, en si debo pintar o no, para darle un espacio digno”, reconoce.
Sin necesidad de haber elaborado una estrategia, la mayoría de coleccionistas tienen claro lo que buscan. “Yo tengo obra sobre papel, algún collage y alguna pintura de pequeño tamaño”, declara la profesora. “Obras menores que en ningún momento me parecen menores. Los originales dibujados me hacen muy feliz porque el dibujo contiene muchas cosas: el germen y un trabajo íntimo que puede quedar ahí o transformarse. Es una primera fase durante la que se ve mucho al artista o al ilustrador tanteando”, continúa. Eso sí, muchas veces los intereses evolucionan y, de tanto en tanto, incluso quienes tienen experiencia dudan. Entonces interviene el galerista: “A los indecisos les pregunto qué les gusta, cómo es su casa, cómo es su vida, cuáles son sus inquietudes e incluso cómo está su economía, porque a veces de dinero, como del tiempo, hay que hablar”, explica Bonilla. “Me gusta asesorar y ser una especie de agente que guía e indica hacia dónde puede ir su colección si deciden comprarla. Y si ya tienen colección, asesoro en cuanto a qué pieza encaja o no en esa colección. Yo, además de galerista, colecciono, y hay piezas que me encantan, pero que no compro porque no van en la línea de mi colección”, concluye.
¿Y qué prefieren los artistas? ¿Que sus obras convivan con un particular o que pasen a formar parte de colecciones institucionales? Luisa Pastor, con obra en la Galería Nordés, comenta que las dos opciones son satisfactorias: “Me interesa que el coleccionista esté contento con la adquisición. Me gusta pensar en cómo se relacionará luego con ella y en el lugar que ocupará en su espacio junto a sus objetos personales. ¡Las obras tienen que viajar e independizarse! Por otro lado, las colecciones relevantes, públicas o privadas, son las que permiten crecer e ir dibujando una trayectoria”. ¿Y cuáles son esas relaciones que se establecen entre coleccionista y obra? Continúa la artista alicantina: “El arte tiene el poder de hacernos reflexionar sobre el mundo que nos rodea, como un dispositivo de pensamiento más que un objeto decorativo. Me gusta pensar que no se vive de la misma manera en una casa rodeada de libros y cuadros, que sin ellos”. Respecto al “uso” que cada cliente da a las obras, Bonilla recuerda una anécdota que le parece tremendamente bella: “Tengo una clienta que colecciona videoarte y un día le pregunté por cómo disfruta realmente de su colección. Y lo que hace es dar fiestas y cenas en su casa y proyectar todas las obras que va comprando”. Hay muchas maneras de disfrutar de las obras, pero, en todos los casos, los coleccionistas hablan del placer que les producen. Será el aura (otro término de Benjamin).
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