Alerta Furby: cuando un juguete atemorizó a los servicios de inteligencia de Estados Unidos
Nos puede hacer reír, pero quizá la sobrerreacción de la Agencia Nacional de Seguridad estadounidense sobre este juguete, que ha vuelto a salir a la luz por la publicación de miles de ‘emails’, no fue tan diferente de la que tenemos hoy ante otros avances tecnológicos como la inteligencia artificial
A principios de 1997, Dave Hampton y Caleb Chung, dos desarrolladores de producto que se conocieron trabajando en Mattel, acudieron a la feria internacional del juguete que se celebraba en Nueva York. Allí vieron por primera vez un artefacto que les impresionó. Se trataba del Tamagotchi, la entonces nueva mascota virtual, que había desarrollado la inventora japonesa Aki Maita y había empezado a comercializar Bandai. El concepto detrás de aquel juguete les pareció una genialidad. No obstante, le encontraron un problema que a ellos les parecía fundamental: no podías abrazar ni acariciar a tu Tamagotchi.
Tras aquel descubrimiento, Hampton volvió a su taller y comenzó a pensar en un nuevo juguete que, tomando como punto de partida el invento japonés, fuera un poco más fácil de amar. El nombre que le dio al nuevo invento fue Furball (bola de pelo, en inglés), aunque pronto lo abrevió a Furby. “Todo empezó escribiendo una especie de guion que describía algunas de sus características como, por ejemplo, ‘si lo acaricias, ronronea”, explicó unos años después a The New York Times. También creó un lenguaje para el muñeco, el furbish: una mezcla de todos los idiomas que conoció Hampton durante los años que había pasado en la Marina de Estados Unidos. Entre el extraño vocabulario de los Furbys se pueden rastrear palabras que vienen del japonés, el tailandés, el chino o el hebreo.
Con la ayuda de Chung y un montón de cables, sensores y circuitos sencillos, dieron forma a las tripas del Furby, que después recubrieron de un colorido peluche —tal y como prometía su nombre—, unos enormes ojos redondos y un piquito amarillo. Aquel primer prototipo, un poco más pequeño que el producto final y bastante más estrábico, puede verse en una entrevista en vídeo que concedió Chung en 2014.
Todo fue muy rápido a partir de entonces. Tiger Electronics, una empresa subsidiaria de la multinacional Hasbro, compró la patente y el producto se puso a la venta en octubre de 1998, unos meses antes de Navidad. Tras una potente campaña de publicidad en la que se destacaba lo novedoso del nuevo juguete, el Furby fue presentado en sociedad en la famosa tienda de juguetes neoyorquina FAO Schwarz, aquella en la que Tom Hanks bailaba sobre un piano gigante en la película Big. Se podría calificar el lanzamiento como un éxito total, pero nos estaríamos quedando definitivamente muy cortos. Al terminar la primera semana de exposición en FAO Schwarz, los pedidos ya ascendían a 35.000 unidades. Una cifra impresionante que se quedó en nada en los tres meses posteriores, ya que la cifra se disparó hasta los 1,8 millones de unidades vendidas. En 1999, las ventas alcanzaron los 14 millones.
Aunque resulta bastante atrevido aventurarse a decir cuál fue el secreto de su éxito, lo que está claro es que sus creadores tuvieron el acierto de combinar juguetes que llevaban años siendo los favoritos de los niños, como los osos de peluche y las muñecas parlantes, y actualizarlos de cara al siglo XXI. De alguna forma, el Furby satisfacía cierta necesidad, de niños y padres, de que el futuro llegara ya. El año 2000 estaba cerca y, aunque todo era bastante parecido a como había sido siempre, la democratización de internet nos había hecho soñar con un nuevo presente. El Furby, por rudimentario que fuera, parecía tener aquello que se empezaba a denominar “inteligencia artificial”. Además, sin llegar a despertar el sentimiento del valle inquietante, permitía conectar y sentir una especie de intimidad con la tecnología que, aunque en el Tamagotchi ya estaba esbozada en una forma más distante, plantaba a los niños y a sus padres en el futuro. Era lo más parecido que podía encontrarse a uno de aquellos robots de las películas de ciencia ficción, pero además lo podías abrazar, era adorable, divertido y solo costaba 35 dólares.
El Furby y la Agencia Nacional de Seguridad
La historia del lanzamiento del Furby puede resultar fascinante por sí sola. Pero quizá lo es todavía un poco más si se presta atención a un curioso incidente que ocurrió en las Navidades de 1998 y en el que estuvo implicada la Agencia Nacional de Seguridad del Gobierno estadounidense, la NSA.
La primera noticia al respecto apareció el 12 de enero de 1999 en The Washington Post. El artículo, con un tono descaradamente jocoso y titulado A Toy Story of Hairy Espionage (Una historia de juguete de espionaje peludo), explicaba cómo, ante todos los rumores y exageraciones que se habían hecho circular sobre las capacidades de los Furbys —especialmente que podían repetir lo que escuchaban—, la agencia de información del Gobierno estadounidense había decidido lanzar una alerta Furby entre sus empleados y prohibir que estos se llevaran al trabajo. El periódico citaba un supuesto memorando que había circulado internamente en la agencia en el que se podía leer: “Los equipos de fotografía, vídeo y grabación de audio de propiedad personal están prohibidos. Esto incluye juguetes, como los Furbys [en los documentos se les llamaba también Fropie’s], con grabadoras incorporadas, que repiten el audio con sonido sintetizado para imitar a la señal original. Queda prohibido introducir estos artículos en los espacios de la NSA”.
El artículo del Post continuaba: “Es difícil imaginar que [los Furbys] divulguen secretos de Estado, pero ¿quién sabe más sobre captar comunicaciones que la NSA, que intercepta mensajes electrónicos en todo el mundo utilizando satélites y otros medios altamente secretos? (…) Los funcionarios de la NSA estaban preocupados, según dijo una fuente del Capitolio relacionada con el servicio de inteligencia, ‘de que la gente se los llevara a casa y comenzaran a desvelar información clasificada”. Tiger Electronics tuvo que salir al paso de esas noticias para afirmar que los Furbys no contaban con sistemas de grabación ni eran capaces de repetir ningún tipo de información. Aunque pareciera que poco a poco iban aprendiendo a hablar, todo era una ilusión: comenzaban hablando exclusivamente en su idioma, pero estaban programados para que, con el paso de los días, fueran diciendo más y más palabras en inglés o en cualquier otro de los lenguajes en los que se les programaba. No aprendían nada, solo daban la impresión de aprender.
Recientemente, esta curiosa confusión ha vuelto a salir a la luz debido a la petición de información al respecto de un ciudadano anónimo que responde al nombre de @dakotathekat en la red social X. En cumplimiento de la Ley de Libertad de la Información, la NSA le envió una gran cantidad de información donde pueden leerse todas las conversaciones que los agentes de la agencia tuvieron respecto al caso. Cadenas de correos electrónicos en los que se especula, con gran libertad y muy poca información, sobre la inteligencia artificial de los muñecos, sus capacidades de comunicación y de grabación, y que no les dejan precisamente en muy buen lugar debido a la desconfianza y el miedo que reflejan.
I have acquired the fabled NSA "FURBIE ALERT" memo.
— (da)kota/the/Kæt (@dakotathekat) January 22, 2024
I have a significant amount of documentation that came back on an FOIA and I'll be scanning it in the coming days.
Stay tuned. pic.twitter.com/Fyo04dm4Oo
Los documentos terminan, una vez que se había publicado el artículo en el Post, con un mensaje en el que un mando exige a sus compañeros que dejen de especular sobre el tema de manera inmediata. Quizá por miedo a que la agencia quedara en ridículo si, en algún momento del futuro, esas conversaciones llegaran a salir a la luz, como finalmente ha pasado.
Un miedo ancestral a las novedades tecnológicas
Después de 25 años, aquel temor a un juguete por parte de la agencia de seguridad más importante del mundo puede parecer ridículo e infundado. Y quizá lo fue. No obstante, también es posible que estemos pecando de cierta superioridad no del todo fundada.
El miedo a las novedades tecnológicas, la tecnofobia, nos lleva acompañando desde hace siglos. Aunque existen casos en el mundo antiguo —como las personas que rechazaron la imprenta en el siglo XV—, quizá el primer ejemplo importante fueron los luditas ingleses: un grupo de trabajadores antitecnológicos que, entre los años 1811 y 1816, denunciaron que las nuevas máquinas de vapor les estaban quitando el trabajo y protagonizaron, a mediados de la Revolución Industrial británica, acciones de sabotaje en máquinas y talleres industriales o agrícolas.
El rápido avance tecnológico de los siglos XIX y XX no hizo más que aumentar los casos de tecnofobia. Prácticamente, cada avance tecnológico importante ha tenido sus detractores: desde el ferrocarril hasta la electricidad, pasando por el teléfono, los automóviles, la televisión o los usos de la radioactividad.
Un terreno este que ha sido muy fértil para la creación de ficciones. Un ejemplo temprano de ello es Frankenstein, la novela de Mary Shelley, pero hay muchos más, especialmente en el mundo del cine: desde Metrópolis de Fritz Lang hasta El hombre Omega, Blade Runner, Terminator, Matrix o WALL-E.
Pero la tecnofobia quizá está viviendo en la actualidad su edad de oro debido a nuevos adelantos científicos que parecen poner en cuestión muchos de los pilares de nuestra civilización que considerábamos inamovibles. Es el caso, claro está, de la inteligencia artificial y sus posibles efectos en el trabajo. Un temor que nos conecta directamente con los luditas, pero también con la alerta Furby. Resulta fácil reírse de un montón de señores despistados que en 1999 no tenían muy claro ni cómo se llamaba aquel nuevo muñequito de voz ronca que temían que pudiera desestabilizar a la administración Clinton. Pero se podría decir que aquella alerta Furby no fue sino un capítulo más, quizá uno de los más chuscos, de nuestra larga relación con la tecnofobia.
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