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Sobre la importancia (y el valor) de los objetos: cómo el materialismo puede salvarnos del consumismo

El plan consiste en volver a prestar atención a la belleza, la memoria y el sentido de las cosas que nos rodean. En dejar que los artículos vuelvan a encantarnos para vivir más tranquilos y, de paso, reducir nuestra huella ambiental

Consumismo
La nave de Isabella Bo, un proyecto que nace en el año 2015, en plena huerta de Murcia, como anticuario y contenedor de objetos curiosos.Pati Gagarin

Hace años que los iPods, aquellos reproductores de música que Apple vendió por millones antes de que los teléfonos inteligentes los sustituyeran, languidecen al fondo de nuestros cajones. El hallazgo de un iPod, quizá entre calcetines viejos, nos asoma a nuestro pasado más reciente. Si hay suerte, y la batería sobrevive, descubriremos con sorpresa que todavía estamos familiarizados con su manejo. Nuestros dedos siguen girando hábilmente sobre la pequeña rueda y quizá ese gesto nos traiga recuerdos incluso más precisos que los que acompañan a cada una de las canciones en el interior del aparato. Pero este es un ejemplo tramposo: está claro que un libro o cualquier otro ingenio pensado para contener información (como el iPod) estará cargado de significado. Lo realmente impactante es que para entrar en contacto con lo más íntimo de nosotros (nuestra memoria o nuestras inclinaciones) es posible recurrir a objetos mucho más sencillos. No hace falta que contengan bits o palabras: cada objeto es un depósito de significado.

“Están muy devaluados los objetos desde que el viejo Kant clamase que el mal está en tratar a los otros como objetos, cuando lo único que realmente tratamos bien es a los objetos que nos constituyen”, escribe el catedrático Fernando Broncano, autor de La escala de las cosas (Editorial Delirio, 2023), un ensayo sobre “cultura material”. En libro, el filósofo y profesor se ocupa de nuestra relación con los objetos, elementos inseparables de aquello que solemos llamar “cultura” que nos acompañan desde el nacimiento hasta la muerte, y a veces más allá, porque muchos rituales funerarios incluyen las pertenencias del difunto.

Desgraciadamente, las ideas gozan de más prestigio intelectual cuanto más se alejan de lo tangible y esta es una confusión tan frecuente y antigua que la palabra “materialista” también se usa como sinónimo de frívolo, avaro o irresponsable. Sin embargo, en un mundo de recursos finitos y sobreexplotados, en mitad de una emergencia climática, otorgar a los objetos la importancia que merecen (su fabricación, su circulación, su utilidad, su significado…) será lo único que pueda evitar la catástrofe.

Recuperar el vínculo para resistir al mercado

Hace 80 años, una filósofa tan experta en las sutilezas del espíritu como Simone Weil ya alertaba de que el desarraigo no solo tiene que ver con las carencias materiales, sino también con la falta de vínculos emocionales con los objetos que se poseen. Esos vínculos pueden ser tan fructíferos como los que ha mantenido el poeta Manuel Vilas con cada uno de sus coches, a los que ha dedicado numerosos poemas, pero, a menudo, no llegan a desarrollarse. Paradójicamente, cuando los objetos se transforman en mercancía y, por tanto, pasan a ser una parte fundamental del sistema económico, es cuando antes nos desentendemos de ellos y los sustituimos por otros más nuevos.

Le Marche aux Puces, uno de los mercadillos de segunda mano más famosos del mundo, en París. Pensadoras como Katy Kelleher proponen consumir menos y establecer vínculos con las cosas que usamos y admiramos, indagando en su trayectoria histórica.
Le Marche aux Puces, uno de los mercadillos de segunda mano más famosos del mundo, en París. Pensadoras como Katy Kelleher proponen consumir menos y establecer vínculos con las cosas que usamos y admiramos, indagando en su trayectoria histórica.Lucas Schifres (Getty Images)

La moda justa (Anagrama, 2021) es un breve ensayo escrito por Marta D. Riezu sobre la premisa de que “aprender a comprar parece sencillo pero no lo es”. La autora se centra en la industria de la moda porque, además de ser una de las más contaminantes del mundo y de emplear a más de 75 millones de trabajadores de entre los que menos del 2% recibe un salario digno, es la que mejor ilustra nuestra relación patológica con los bienes de consumo: se produce, en condiciones casi invisibles, mucha más ropa de la que se vende, y usamos muchas menos prendas de las que compramos (alrededor de un 20% de nuestro armario).

“Vestirse es una de las prácticas comunicativas más inmediatas, y aunque lo verdaderamente responsable con el planeta sería no volver a comprar una prenda más existen opciones intermedias”, explica Marina Gómez, profesora de Diseño de Moda. La docente propone cosas como “revisar nuestras prendas y repararlas siempre que sea posible, intercambiar con nuestro entorno aquello que ya no nos gusta o no nos sirve, comprar de segunda mano o recurrir a marcas de cercanía, en las que podemos conocer los nombres (e incluso las caras) de quienes diseñan y construyen”. Y añade que son, precisamente, las prendas que menos duran (pertenecientes al mercado low cost) las que más contaminantes resultan: “Esencialmente, todas las prácticas relacionadas con la producción a gran escala son insostenibles a día de hoy”.

Pero resistirse a la industria es un reto que va más allá de las cuestiones prácticas o logísticas. A estas alturas nadie se sorprenderá al leer que detrás de muchas compras existe un deseo que nunca logramos satisfacer del todo. “Mi experiencia como profesional y, a la vez, como consumidora ha pasado por diferentes etapas, muchas de ellas frustrantes, como aquellas más relacionadas con la avidez de la novedad o con la búsqueda de la aceptación social a través de la ropa”, continúa Gómez. “Así que ahora trato de ser responsable con mi trabajo y con lo que visto, y transmitir que la construcción de una personalidad o de un estilo propio también pasan por despegarse de lo que hacen las mayorías, encontrando una relación personal con lo que usamos. Como Lipovetsky, tengo fe en el futuro, pero creo que es inconcebible sin una desaceleración en los hábitos de consumo”.

Consumir menos y establecer vínculos con las cosas que usamos y admiramos, indagando en su trayectoria histórica (a menudo trágica y entrecruzada con la política y la guerra) es también lo que propone Katy Kelleher en La terrible historia de las cosas bellas (Alpha Decay, 2023). La periodista estadounidense recorre en su libro la historia de 10 materiales u objetos de uso ornamental “gracias a cuya belleza ha sido capaz de amar el mundo”. Una de las conclusiones del libro es que la belleza es una fuerza que no depende del valor de mercado del objeto que la desprende, y es que resulta tan conmovedora una orquídea como un diamante. La otra es menos alentadora: la obtención de esa belleza casi siempre ha supuesto “sufrimientos y atrocidades abrumadores”, tanto en las sociedades preindustriales (por ejemplo, los fabricantes de espejos padecían en la Venecia del siglo XVII todo tipo de enfermedades a consecuencia de la inhalación de vapor de mercurio) como en las contemporáneas (la silicosis sigue siendo frecuente entre quienes trabajan con mármol).

Kelleher cuenta que hacía años que era consciente de que su relación con el consumo era enfermiza y que aprovechó el confinamiento de 2020 para cambiar sus patrones de compra y sus costumbres. “Viajar era imposible, los restaurantes y los museos habían cerrado, y entonces me encontré gozando de los bosques y los ríos de Maine. Aprendí los nombres de plantas y aves, cuidé de mi jardín, apenas conduje. Fue entonces cuando escribí el libro y terminé de darme cuenta de que mi vida estaba basada en sistemas de violencia y explotación. No quiero decirles a los demás lo que tienen que hacer, pero creo que mi deber es, como mínimo, tratar de mitigar ese dolor”, opina la escritora y colaboradora de The New York Times. “A mí también me encanta dar y recibir regalos —sigue Kelleher—, pero no es necesario comprar cosas nuevas. Siempre habrá algo que reparar que nos conecte mejor con nuestra historia y con los demás”.

Una segunda vida para las mercancías

Una mercancía es todo aquello que puede ser intercambiado por otro objeto o por su equivalente en dinero y, tal y como expone el filósofo Broncano, “la cultura es la encargada de definir históricamente qué es lo intercambiable y qué no”. “La cultura saca del mercado objetos y prácticas que se convierten en sagrados, o de un valor incalculable y no pueden ser intercambiados. Hoy todavía seguimos discutiendo esos límites: la sangre humana es algo admisible como mercancía en Norteamérica, pero no en Europa. Tampoco los órganos para trasplantes, un negocio que nos parece horrible”. Es una discusión que también se elabora en nuestras casas: poseemos cosas que “no valen nada” (porque nadie pagaría nada por ellas) pero de las que nos resultaría imposible desprendernos, bien porque estamos muy habituados a ellas, bien porque concentran mucho “valor sentimental”. Cuando decimos que “ni por todo el oro del mundo” venderíamos los guantes o el cinturón que hemos heredado de nuestros abuelos, nos referimos a que el cariño ha sacado a esos objetos del mercado.

Objetos de segunda mano en una tienda de Kings Road, en el barrio londinense de Chelsea. Cuando decimos que “ni por todo el oro del mundo” venderíamos los guantes o el cinturón heredado de nuestros abuelos, nos referimos a que el cariño ha sacado a esos objetos del mercado.
Objetos de segunda mano en una tienda de Kings Road, en el barrio londinense de Chelsea. Cuando decimos que “ni por todo el oro del mundo” venderíamos los guantes o el cinturón heredado de nuestros abuelos, nos referimos a que el cariño ha sacado a esos objetos del mercado.Andreas von Einsiedel (Getty Images)

No obstante, muchas veces es positivo (y lo más sostenible) que artículos que de otro modo serían desechados vuelvan a convertirse en mercancía y ocupen el lugar de algo nuevo. Es lo que sucede con las piezas de los anticuarios. En este sector, Isabella Bo (Isabel Giménez) es una profesional que lleva casi 10 años dando nuevas oportunidades a objetos únicos con mucha vida por delante. “Desde la infancia, sin saberlo, ya me estaba dedicando a las antigüedades. Tenía una abuela que me contaba historias sobre sus objetos y ella es la responsable de que me enganchara, siendo una niña y antes de apreciar directamente la belleza de las cosas, a las historias que acompañan a los objetos, no a los objetos en sí”, recuerda esta interiorista licenciada en Bellas Artes. La nave de Isabel Giménez, en plena huerta de Murcia, es un contenedor de cosas curiosas que todavía pueden resultar útiles. También es un archivo lleno de historias excepcionales: “Yo prefiero que el espacio al que llegan las piezas no se convierta en una especie de museo, que no se acumulen, sino que respondan a necesidades, que adapten sus dimensiones, que se adecúen a un uso. Y me encanta encontrar piezas híbridas, que no son puras. De repente aparece un mueble que mezcla el estilo escandinavo con el de Lorca y descubro conexiones muy curiosas y a artesanos que hace décadas, sin medios digitales, reflejaban influencias muy lejanas. En un trenzado puede estar la historia de un emigrante”.

Pero incluso en un espacio así, la compra sigue siendo un proceso conflictivo: “He tenido que decir en mi anticuario ‘no compres más porque lo estás pasando mal en vez de bien’. Esa ansiedad se detecta también aquí y yo intento transmitir que restaurar y reutilizar siempre es más satisfactorio que comprar”. Eso sí: no es necesario que nos convirtamos en ascetas. La anticuaria intenta que sus clientes sepan por qué algo les gusta, pero “no es imprescindible que les haga falta”, matiza. “Un capricho puede hacerte feliz, lo importante es que la sensación al llevártelo sea positiva. Merece la pena pararse a pensar por qué un objeto te ha despertado una emoción: puede que te conecte con tu infancia, puede que para ti la decoración se haya convertido en un juego… Conozco a gente que es muy creativa y que se expresa montando pequeños bodegones en su casa, y para eso necesitan recursos decorativos. Es un trabajo de crear belleza, crean pequeños altares que son poéticos y con los que de alguna manera compensan toda la fealdad que hay por otro lado”.

“La belleza no es superficial”, concluye esta pionera de la sostenibilidad en la Región de Murcia. “Lo bonito no tiene por qué estar vacío. Quizá ahora estamos prescindiendo de lo muy bonito para que se note que algo tiene sentido, pero una cosa y la otra no están reñidas. Es algo muy viejo, eso de la forma y el fondo, ornamento y delito, está en Platón y San Agustín… ¡Pero no hay que elegir!”. Así que el plan consiste en volver a prestar atención a la belleza, la memoria y el sentido de las cosas que nos rodean. En dejar que los objetos vuelvan a encantarnos para vivir más tranquilos y, de paso, reducir nuestra huella ambiental. En definitiva: en ser más materialistas para dejar de ser tan consumistas.

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