Santiago Beruete, ‘jardinopeda’ y filósofo: “En los jardines reverberan nuestros ideales éticos, estéticos y políticos”
El escritor y profesor de instituto cree que cuidar de las plantas reconecta “vital y espiritualmente” con la tierra y desvela sus paraísos jardineros preferidos, dos de ellos en España
Cuando se dice que en un jardín se puede encontrar todo, no es una frase hecha sin más. Las experiencias en un vergel adquieren color y forma gracias a las plantas; tienen la base de una realidad tangible. Allí el pensamiento se ordena al son de las pisadas. Si arribamos al tormentoso puerto del desasosiego, visitar un jardín puede aportar la calma que tanto necesitamos en nuestra alma y en nuestro corazón. Estamos hechos de jardín sin que nosotros lo sepamos, y Santiago Beruete, escritor, filósofo y jardinopeda, habla de estos espacios que tanto necesitamos. Como él mismo escribe en su libro Verdolatría: “Entre las dos sílabas de la palabra jardín cabe la inmensidad de los sueños humanos”.
Pregunta. ¿Qué aporta a su vida el jardín?
Respuesta. Gozo sensorial e intelectual. Además de serenidad, reposo y consuelo, entre otros muchos beneficios psíquicos y físicos.
P. ¿Con qué tareas disfruta más cuando trabaja en el jardín?
R. Me gusta por encima de cualquier otra labor plantar. Poco importa si son flores u hortalizas. Ver crecer lo que planto me colma.
P. ¿Los jardines nos enraízan con el lugar en que vivimos?
R. Sin duda. Cuidar de las plantas nos reconecta vital y espiritualmente con la tierra que pisamos y favorece la concentración en el presente, el diálogo con uno mismo y la paz interior. Colaborar en el crecimiento de las plantas de nuestro huerto o jardín, ayuda, qué duda cabe, a nuestro propio crecimiento, a nuestra renovación interior.
P. ¿Y qué puede enseñarnos el jardín sobre la muerte, a la que tememos desde que tomamos conciencia de nuestro ser?
R. Por más que la materia prima de los jardines sea efímera, estos tienen vocación de permanencia. Lo mismo podría decirse de nosotros. Por lo demás, el cementerio es el jardín de los muertos. A los seres humanos nos cuesta imaginar el otro mundo, el más allá, la vida de ultratumba sin engalanarlos con el verdor de las plantas.
P. Enseña filosofía en un instituto. ¿Qué relación guarda la educación con la práctica de la jardinería?
R. Recordemos que educar es otra acepción del verbo cultivar. Los educadores y los jardineros trabajan para el futuro y comparten la fe en la semilla. Enseñar se parece a plantar. Nunca estás seguro de si fructificará el esfuerzo, si brotará la simiente que plantas, pero esa emoción pone en juego lo mejor del ser humano: esperanza, confianza, paciencia, tesón y, por supuesto, humildad. Nada que merezca la pena se consigue en esta vida sin esas cualidades. La espera paciente y la disposición para cuidar forman parte del código vital tanto de los docentes como de los jardineros.
P. Tanto es así que en sus libros ha elevado la jardinería a una fuente de conocimiento.
R. Los jardines no son únicamente una realización material, sino también una creación intelectual, una obra de arte viva. Constituyen, de hecho, uno de los más sofisticados medios de expresión cultural. En los jardines reverberan nuestros ideales éticos, estéticos y políticos. Los paraísos terrestres que construimos concuerdan con nuestros valores y aspiraciones, y revelan nuestra ambivalente y contradictoria relación con la naturaleza y nuestra escurridiza concepción de una buena vida.
P. ¿Cuáles son sus paraísos jardineros?
R. Hay tantos... Empezando por dos jardines de ensueño situados en España y todavía poco conocidos: LUR Garden, en Oiartzun (Gipuzkoa), obra del paisajista Íñigo Segurola y de su socio Juan Iriarte; y el jardín de l’Albarda, en Pedreguer (Alicante), un edén mediterráneo concebido por Enrique Montoliu. Siento asimismo predilección por el recoleto jardín temático de Albert-Kahn, en Boulogne-Billancourt (Francia); el jardín de verduras del Château de Villandry, situado en el valle del Loira —cuyo artífice fue el español de origen extremeño Joaquín Carvallo—; el londinense Regent’s Park; por Bomarzo, en Viterbo, y un largo etcétera. También siento debilidad por los jardines de las villas renacentistas italianas.
P. ¿Y algún jardín en que se sienta perdido y sin ganas de regresar a él?
R. Los únicos espacios cultivados de los que he salido horrorizado y sin ganas de regresar son esos simulacros de jardines, hechos con plantas de plástico, que se encuentran en algunos centros comerciales.
P. ¿Podría hacer un recorrido por sus últimos cuatro libros publicados?
R. Mis obras son fruto de la polinización cruzada entre literatura, jardinería, filosofía y educación. Con el texto narrativo Un trozo de tierra culmina el ciclo que inicié con Jardinosofía (Una historia filosófica de la jardinería) y proseguí con Verdolatría (La naturaleza nos enseña a ser humanos) y Aprendívoros (El cultivo de la curiosidad). Mitad égloga al jardín planetario, mitad himno a la unidad de todo lo viviente, estos cuatro títulos intentan dotar de sentido a la vieja máxima “vivir conforme a la naturaleza”, al mismo tiempo que se suman al coro de voces que, desde diferentes ámbitos, clama a favor de un nuevo contrato socioecológico.
P. ¿Qué defectos de la humanidad no tienen cabida en el jardín?
R. La vanidad. Un jardín pomposo resulta inconcebible.
P. En su Instagram también ofrece píldoras donde la planta es la maestra.
R. Me gusta creer que lanzo bombas o granadas de semillas para sembrar las mentes de las personas que visitan mi cuenta.
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