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La ‘harissa’, de salsa nacional de Túnez a patrimonio de la humanidad

La Unesco inscribe en su lista cultural inmaterial la preparación tradicional del popular aderezo picante, omnipresente en la comida magrebí

Juan Carlos Sanz
Salsa Harissa patrimonio Humanidad
Un vendedor de Harissa, el día 1 en un mercado del centro de Túnez.FETHI BELAID (AFP)

Guindillas rojas, ajo, hierbas aromáticas, aceite y sal. La modesta harissa, la tradicional salsa picante originaria de Túnez y popular en todo el Magreb, ha recibido el reconocimiento internacional de la Unesco, cuyo comité de salvaguarda del patrimonio inmaterial se reunió la semana pasada en Rabat. La harissa ha quedado inscrita junto con la baguette francesa (y el toque manual de campanas en España) como una práctica culinaria merecedora del amparo del organismo de Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura.

Al igual que el perejil se encuentra en casi todas las salsas, la harissa figura en las recetas de la mayoría de los platos tunecinos, desde la costa mediterránea hasta los desiertos del sudoeste. A partir del siglo XVI se tiene noticia de la presencia en las cocinas del país norteafricano de la pasta de pimientos rojos secados al sol o ahumados y aderezados con cilantro y alcaravea, molida y mezclada con aceite de oliva. Se guardaba en las aldeas en tarros de barro o cristal, aunque ahora se encuentra con facilidad en los supermercados conservada en tubos, como si fuera un dentífrico.

Hay quien le asigna raíces en Al Ándalus, en las cocinas de sefardíes y moriscos, desde donde podría haber llegado a aliñar la célebre ensalada mechuía de verduras braseadas, gloria de la gastronomía tunecina. Pero en la capital de Marruecos, la Unesco no ha vacilado en declarar la carta de naturaleza de la harissa como salsa nacional de Túnez. Desde allí se expandió para dar sabor al cuscús del Magreb o los guisos de Oriente Próximo. Y sazonar puestos de comida rápida en las ciudades europeas.

En realidad, la ONU ensalza la tradición y los ritos sociales que conlleva, más que el producto en sí mismo. “El saber hacer y las prácticas culinarias y sociales”, como reza la declaración de la Unesco que reconoce la harissa tunecina como patrimonio cultural inmaterial de la humanidad.

“Solía ser preparada por las mujeres, como un factor de cohesión social, en el marco de reuniones festivas de convivencia familiar y vecinal”, puntualiza su raíz popular el organismo de la ONU, “ya que el cultivo de las guindillas rojas estaba sujeto a un calendario agrario que prohibía su siembra en ciertos periodos que pueden traer mala suerte, según la costumbre local”.

La salsa de todas las salsas tunecinas se ha incorporado así a un listado internacional con más de medio millar de inscripciones de patrimonio inmaterial de la Unesco. Se trata de un sutil mecanismo de diplomacia cultural por el que se han añadido ahora 37 nuevos elementos al registro, de entre medio centenar de candidaturas presentadas por los países miembros. A fin de cuentas, como ocurre con los ramilletes de jazmines secos o el buja (licor de higos), constituye un “elemento identitario nacional” para Túnez.

El escenario del reconocimiento para el picante condimento ha sido el país de origen familiar de la actual directora de la Unesco, Audrey Azoulay, exministra de Cultura de Francia e hija de un consejero del rey Mohamed VI. En la capital de Marruecos se han visto también ensalzadas “prácticas culturales transmitidas de generación en generación, sean tradiciones orales, artesanía y espectáculos o simples usos sociales” de países árabes. Por ejemplo, 16 de ellos, incluido Marruecos, por tradiciones asociadas al cultivo de la palmera datilera. Y también Emiratos Árabes Unidos (por sus originales bordados), Jordania (por un singular banquete festivo), Siria (por sus lutieres del laúd) y Omán y Arabia Saudí (por los rituales de llamada a los dromedarios).

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Sobre la firma

Juan Carlos Sanz
Es el corresponsal para el Magreb. Antes lo fue en Jerusalén durante siete años y, previamente, ejerció como jefe de Internacional. En 20 años como enviado de EL PAÍS ha cubierto conflictos en los Balcanes, Irak y Turquía, entre otros destinos. Es licenciado en Derecho por la Universidad de Zaragoza y máster en Periodismo por la Autónoma de Madrid.

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