El gesto
El domingo 14 de septiembre, más de 100.000 personas dieron un paso adelante pensando en que los demás también lo darían


Como todas las cosas importantes, ocurrió muy rápido. A las seis menos cinco de la tarde del domingo, el grupo de manifestantes que coreaba al otro lado del Paseo del Prado, saltó las vallas de seguridad e invadió uno de los carriles. Cuando esto pasó, los demás tuvimos que descifrar aquel gesto y entender qué estaba pasando exactamente. Los cuerpos crecieron, se expandieron bloqueando la calle y, al sonido de los helicópteros y los gritos, se le sumó el del metal arrastrándose por el asfalto. Había dos antidisturbios parados y hubo un momento, en otro espacio-tiempo, en el que se quitaban el casco y se unían a los ciudadanos. No lo hicieron. Eran pocos, así que se apartaron ligeramente. Fue entonces cuando los que estaban en nuestra acera se lanzaron como habían hecho los otros antes. La mayoría eran personas jóvenes que chiflaban y chillaban y parecían no tener miedo. Se abrió un espacio entre sus espaldas y mi pecho y quise creer que el paso que iba a dar, no lo iba a dar sola y quise creer que, si yo lo daba, otros también lo harían. Y así fue.
La marabunta avanzó hacia Neptuno. Había gente mayor, pocos niños y no existía la languidez o la calma habitual de otras manifestaciones. Crecía la sensación de que algo iba a ocurrir. Un resuello común inflado de temblor, unos cuerpos adrenalínicos que avanzaban, algunos más firmes, otros más dudosos, hasta la rotonda. “¡No pasarán!”, “¡Ayuso, sionista, fuera de Madrid!”, “¡no es una guerra, es un genocidio!”, “¡desde el río hasta el mar, Palestina vencerá!”. Y, como en una alegoría occidental y macabra, ahí estaba el dios de los mares, escoltado por sus hombres azules, esperando a frenar la corriente.
En otro espacio-tiempo, los antidisturbios eran personas que entendían el motivo de la manifestación y nos dejaban pasar. Pero no lo hicieron. Formaron una fila y amenazaron con ponerse a cargar, soltaron un par de porrazos y la marabunta se quejó mientras se retraía unos metros. Poco antes de las seis y media llegó un mensaje al teléfono: “La Vuelta se cancela”. Y pensé: “ya está”.
En el 100 Montaditos cerca del Congreso, los turistas bebían en la terraza mientras, a sus espaldas, bajaban cuatro “lecheras” por la Plaza de las Cortes. Habían decidido ignorar no solo el genocidio palestino, sino también lo que tenía lugar a pocos metros de sus cervezas. Un hombre de cara rosada y pelo amarillo se acercó al asfalto, recogió un guante del suelo, se lo entregó a uno de los policías y este le sonrió satisfecho por la buena acción del ciudadano. Cinco minutos después, ese mismo hombre escuchó tres disparos, miró con terror hacia Neptuno y no logró entender el cambio de gesto en aquel policía que ahora lanzaba gases lacrimógenos a todo el que siguiera protestando.
El domingo pasado ocurrió una acción inédita contra la masacre israelí que ya se había visto en Cataluña, el País Vasco, Asturias y Galicia y que Almeida y Ayuso nos hicieron creer que, en Madrid, no lograría replicarse. Cinco valientes de Figueres, Girona, salieron el 28 de agosto para bloquear al equipo de Israel en La Vuelta. El domingo 14 de septiembre, más de 100.000 personas dieron un paso adelante pensando en que los demás también lo darían. La confianza en el gesto colectivo. El gran pacto internacional.
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