Cambiar de rutina
Madrid vuelve después de los días fofos y tranquilos del verano. Son estos unos tiempos extraños en los que idealizamos la ciudad, la rutina y hasta nuestra propia vida


Lo que más me gusta del verano es cuando empieza y cuando acaba. Lo de en medio casi me sobra, la verdad. Las vacaciones son mejores como meta o vago recuerdo, conjugadas en presente tienden a ser una decepción. Por eso, en estos días fresquitos de madrugones y reencuentros, mientras todo el mundo se queja de septiembre, yo asiento y sonrío en secreto. Hay algo en el inicio de curso que me pone de buen humor. Disfruto retomando una rutina casi olvidada, como quien se acomoda en un viejo sofá hasta encajar en la huella de otro cuerpo. Volver a casa, a los amigos, a la ciudad. Retomar la vida donde la dejé y reconciliarme un poco con ella.
Es en los estertores del verano cuando Madrid está más bonita, porque las decepciones se disfrazan de promesas. Casi todos mantenemos una relación conflictiva con esta ciudad. Madrid es a veces difícil, pero qué bella parece desde lejos. Quizá tenemos cierta miopía sentimental, porque no hay nada como echar de menos algo para olvidar sus defectos. La ciudad más bonita es la del expatriado, las grandes amistades son las que se tragó el tiempo, y los ex (esos que no te encuentras en Madrid) son mejores como oportunidad perdida que como segunda oportunidad. Que se lo digan a Jennifer López.
Pienso en todo esto mientras veo que la ciudad empieza a retomar su pulso. Los metros están (demasiado) llenos, los bares vuelven a abrir. Los papeles de ‘volvemos en septiembre’ caen de los escaparates como las hojas del otoño capitalista. Madrid vuelve después de los días fofos y tranquilos del verano. Son estos unos tiempos extraños en los que idealizamos la ciudad, la rutina y hasta nuestra propia vida, intuyendo que en unas pocas semanas acabaremos hartos de ella.
Quizá por eso esta ciudad tiene tan mala fama. Los madrileños no tenemos una ciudad a la que huir, una excusa para escapar. Los madrileños no tenemos un Madrid. Y aprovechamos las vacaciones para largarnos de aquí, no tanto por la ausencia de mar y los 40 grados a la sombra, sino para olvidar nuestra vida e imaginar quiénes seríamos en otros lugares, con otras rutinas.
Es algo que he empezado a entender con el tiempo. Después de años buscando los destinos más exóticos que me permitiera el bolsillo, la aventura se me ha hecho aburrida y ahora encuentro cierta paz en la repetición. Veranear siempre en el mismo sitio, como un eco extraño. Abandonar mi vida mediana para hacer cosplay de rico, jugando a las casitas sicilianas, a los chaletitos gaditanos. Repetir lo excepcional hasta hacerlo cotidiano. Viajar sin la presión de descubrir nuevos lugares, probar nuevos platos y hacer fotos viralmente bonitas. Alojarme en la misma casa, bañarme en el mismo mar, cenar donde siempre con los de siempre, como en un anuncio de cerveza. Ir improvisando rutinas de siestas, libros y sobremesas, de mojitos al atardecer y castillos de arena.
Pienso en todo esto un domingo por la mañana mientras limpio mi piso, al ver que en lugar de polvo, he barrido montoncitos de playa en el recogedor. Tiro a la basura los últimos granos de arena de un verano que ya fue, como el confeti de una fiesta pasada. Tengo resaca estival, jet lag existencial, depresión postvacacional. Tengo una enfermedad sin nombre y una angustia que me trepa por la garganta. Dejo la escoba, cojo el móvil y sin saber muy bien por qué, empiezo a buscar frenéticamente ofertas de hoteles en la costa. Vacaciones idealizadas, como meta o vago recuerdo…
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