Las horas del vermú
El aperitivo es una sobremesa a la inversa. Es pausa y es preludio, un mundo de posibilidades en torno a dos vasitos


Últimamente me ha dado por beber con moderación, siendo la moderación lo novedoso del tema. Quizá por eso me he aficionado al vermú con un fanatismo alocado (basta ver el nombre de esta humilde columna). Un buen vermú no se sirve en dobles ni minis, pues su consumo es comedido por definición. Con el resto de bebidas alcohólicas no hay más limitación que la que marcan el hígado y el decoro, pero aquí no. Este vino especiado se bebe en una intersección horaria y social que se ha bautizado como la hora del vermú.
Se suele coronar el vermú con una aceituna y una rodaja de naranja ensartada en un palillo. Es un aderezo a la vez inútil e imprescindible. Como el papel que convierte una cosa en un regalo, el marco que hace de un dibujo un cuadro. Esta gilda minimalista sirve para remover la bebida y como frugal postre alcoholizado. Me resulta mucho más interesante que la de verdad, un mondadientes de encurtidos con ínfulas. Han sufrido las gildas en esta ciudad una inflación que ni la vivienda. Pero este es otro tema…
La hora del vermú en Madrid es una cosa muy seria. Yo llevo años practicándola con una devoción catecumenal. Tiene de hecho el vermú algo de litúrgico, de costumbre y ceremonia. Es un poco la misa de las (no tan) nuevas generaciones. Los domingos en el centro de la ciudad hay largas colas para conseguir una mesa al sol (esperen a ver este fin de semana después de un mes de lluvia). Los camareros reparten vermús a la parroquia con eficiencia marcial. Es la hora punta del hedonismo, una locura que se va apagando al llegar la tarde, cuando la gente, ligeramente achispada y feliz, se va a continuar con sus azarosas vidas.
La hora del vermú es una sobremesa a la inversa. No tanto cierre, como inauguración. Se celebra cuando el día es joven y las promesas aún están por cumplir. Es pausa y es preludio, un mundo de posibilidades en torno a dos vasitos. En su libro Metafísica del aperitivo, el poeta y ensayista Stéphan Lévy-Kuentz describe este acto como “un instante de gracia y efímera comunión con el mundo que nos rodea”. Y es esta una de las cosas que lo convierten en algo especial, su brevedad. Es un paréntesis etílico en medio de la compra en el mercado, una digresión necesaria antes de hacer la comida. Un delicioso bache en la rutina.
El aperitivo es parase, a ser posible en una terraza, y observar el río de gente fluir. Salir del cauce para observar como la vida transcurre. Tomar no solo un vermú, sino un poco de aire y distancia. Me gusta hacerlo en compañía, poner las historias encima de la mesa como si fueran cartas y observarlas mientras roemos aceitunas. Pero también disfruto tomando el aperitivo solo, parapetado tras un libro y unas gafas de sol. Me bebo la mañana a sorbitos mientras pierdo tiempo y gano ligereza. Observo cómo el sol mueve las sombras de los árboles inmóviles. Dejo que me tueste la cara y que la ciudad se escurra a mi alrededor.
Es entonces, cuando el hielo se derrite y el escaso vermú se convierte en un mejunje homeopático, cuando ignoro toda esta perorata. Me rebelo contra la brevedad, la moderación y el mismo concepto de aperitivo, que a las dos y media empieza a ser ya comer a base de tapas. “Camarero, otra ronda”.
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