La metástasis de San Ginés
La mítica chocolatería tiene seis locales en apenas 200 metros. Este coqueto callejón de Madrid se ha convertido en un parque temático del churro


Si el alcalde Almeida quisiera arreglar lo del alquiler en Madrid (y conjugo esto en un condicional pluscuanconsciente) más que limitar los Airbnb debería empezar por limitar los sangineses que están, poco a poco, colonizando la ciudad. El otro día pasé por el callejón homónimo y no me sorprendió tanto la larga fila de personas (uno ya se ha acostumbrado a esta conga de zombies que se monta ante cualquier local de moda) sino la fila de churrerías. Hasta seis locales hay en apenas 200 metros cuadrados, una metástasis de churros, un tsunami de chocolate caliente, un despropósito. No descarto que dentro de unos meses acaben franquiciando la vecina iglesia de San Ginés y se dediquen a repartir churros consagrados. Los panes y los peces se multiplicaron con un simple milagro, pero para la multiplicación de los churros y el chocolate ha hecho falta mucho más.
Sin quitarle mérito al CEO del emporio churrero, me interesa la aportación a este fenómeno de un tal Anthony Ham. Puede que su nombre no les suene a muchos, pero Ham es uno de los tipos más influyentes de Madrid. Es quien se la cuenta a los turistas en la guía Lonely Planet. Quien ha ayudado a construir ese Madrid de relumbrón, más flamenco que chulapo, lleno de mesones centenarios, bares de tapas regadas en sangría y paseítos en TukTuk. Ham escribió en la guía que los madrileños tomaban los churros en San Ginés y fue entonces cuando los madrileños dejaron de hacerlo. Se produjo la paradoja de la turistificación: hay tanta gente que ya no va la gente.
Hordas de viajeros peregrinan a los sangineses, como una desarrapada cofradía del colesterol. Entran en locales clónicos donde fabrican churros como idem. Esperan durante horas para poder sentarse, hacerse la foto de rigor, engullir su churro y dejar espacio al siguiente. Tienen su experiencia breve, masificada y guiada. Es el fast tourism, una cadena de montaje experiencial.
Y así, este coqueto callejón de Madrid se ha convertido en un parque temático del churro, un lugar lleno de sillas y estufas y señoras de Cuenca y selfis y servilletas arrugadas por el suelo y colas interminables de turistas con bolsas de El Corte Inglés. Un lugar que no cierra nunca, pues las freidoras crepitan 24 horas al día, siete días a la semana.
No tengo nada en contra de la Lonely Planet, que leo con devoción cada vez que viajo. Tampoco contra los churros de San Ginés. No es la masa lo que se me hace bola, sino la masificación. Empresas que crecen hasta lo metastásico para calmar una demanda enloquecida. Que abren franquicias para darnos más gofres con forma de pene, más New York Roll de pistacho, más tarta de queso vasca. Porque todos parecemos querer lo mismo al mismo tiempo.
Clientes que no quieren churros, sino poder decir “yo estuve ahí”. Un check en su lista. Una foto en su Instagram. Es la eventización de la comida. Hoy en día tomar unos churros no es un desayuno, sino una experiencia por la que tienes que pelear con otras 200 personas. Por eso me niego a ir a la famosa chocolatería. Y porque creo que tardaría más yendo a San Ginés que esperando tranquilamente a que San Ginés venga a mí. A este ritmo de crecimiento sostenido, no descarto que un día salga a dar un paseo y que, al volver, me encuentre con que me han franquiciado la casa con alevosía.
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