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¡VAYA, VAYA!
Columna
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Como un elefante en una juguetería

A veces los adultos creemos que los niños no entienden nuestro mundo y, sin embargo, podemos ser nosotros quienes nos sintamos extraterrestres si nos metemos en el suyo

El escaparate de una tienda de juguetes estas Navidades en Madrid.
El escaparate de una tienda de juguetes estas Navidades en Madrid.Europa Press News (Europa Press via Getty Images)
Rut de las Heras Bretín

La Navidad es muy rara, tarda dos meses en llegar y se desvanece de un día para otro. El lunes por la mañana estábamos recogiendo las mondas de las naranja que habíamos dejado para los camellos y hoy ya casi ni nos acordamos de qué era la figurita amorfa que nos salió en el roscón. Ya dudamos de si seguir felicitando el año y solo han pasado nueve días. A nadie le extraña que el 15 de diciembre los motivos navideños plaguen las calles y las mentes, quien dice 15 de diciembre dice 1 de noviembre, pasado el terror de Halloween llega el terror navideño, el turrón llega antes, por supuesto. Pero solo tres días después de Reyes a nadie se le ocurre pasear con cuernos de reno por la Gran Vía.

Que la Navidad es rara se confirma cuando tienes que explicarle a alguien algunas de esas tradiciones patrias: la locura por la lotería y las uvas se llevan la palma. Pero para rara, extraterrestre casi, cómo se siente una si por casualidad/necesidad/curiosidad pasa un rato en una zona de juguetes de un gran almacén a tres días de que lleguen los Reyes. Si es de primero de madrileñismo no pisar el centro de la ciudad desde el puente de diciembre hasta el 7 de enero; eso debería, como mínimo, restar puntos en el carnet de madrileña. Pues ahí estaba yo rodeada de gente, niños incluidos. Siempre me he preguntado qué explicación se le da a los pequeños sobre ese guirigay, la que oí in situ hacía más agua que el barco pirata de Playmovil en el pantano de San Juan. “La abuela está echando la carta a los Reyes Magos”, le decía un señor a una niña mientras, aparentemente, esperaban en una zona un poco menos aglomerada, la de los peluches clásicos: ositos, ovejitas, cerditos, perritos de todas las razas. ¿Por qué los peluches van en diminutivo? Aunque la familia de los peluches cada día es más diversa, no solo han aumentado las especies animales, confieso que me encapriché de un roedor, ¿una suavísima capibara?, ¿un conejillo de indias? No tengo muy claro qué era, desde luego, un ratón común, no. De ahí a los personajes conocidos como Luigi y su hermano Super Mario, muchísimos Stitch y comida japonesa, sí, comida japonesa. No deja de sorprenderme que haya peluches de makis y de nigiris. ¿Quién querría abrazar algas, arroz, y pescado crudo? Para gustos, peluches.

Pero las sorpresas solo podían aumentar cuando confundí munición con construcciones. Como lo leen, unos cilindros naranjas que se vendían en bolsas con distintas cantidades (de 50, de 80) y que ―ilusa de mí― creí que eran piezas que encajaban y con las que formar distintas estructuras, eran proyectiles “precisos e inofensivos” (menos mal), para una serie de armas de juguete que desconocía hasta ahora, pero que al verlas en el amplio expositor me trasladaron a una armería en Texas. ¡Cuántos tipos y qué miedo!

De la sorpresa se pasa al sentimiento de analfabetismo, aunque no sé si es más sensación de ignorancia o de ser extraterrestre. Cuando no se tiene trato constante con niños, los universos que los rodean son ajenos y se mezclan palabras como Meli, Gormiti, Beyblade, Sylvanian (o palabros o marcas, distintos juguetes en cualquier caso) y cuando aprendes sobre unos ya se han pasado de moda. La actualización ha de ser constante. Creía que tenía más o menos controlada a la familia de Bluey, hasta que vi dos perritos grises desconocidos para mí, ¡ay! “¡Muffin y Socks, sus primas!”, me explican. ¡Cómo podía no saberlo! Pero para familias, las Sylvanian: de focas, cabras, zorros, pingüinos... unos animalitos monísimos de entre seis y ocho centímetros. El mueble en el que estaba situada su galaxia tenía forma de una de sus casitas y una conejita gigante para ser Sylvanian, medía aproximadamente un metro, te recibía. Si tocabas al timbre decía: “Pasa, pasa, verás mi casa”. Una niña del tamaño de la coneja llama y el animalito responde la frase que si estabas allí cinco minutos se transformaba en un mantra: “Pasa, pasa, verás mi casa”. Esta pequeña reclama, emocionada, la atención de su padre para enseñárselo, pero antes le advierte: “No me lo quiero llevar, ¡eh!”.

Será que los niños entienden y conocen más de las reglas del juego del mundo de los adultos, que los mayores las del universo de los pequeños.

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