En busca de sexo anónimo e instantáneo: viaje al templo del ‘cruising’ en Madrid
Un centenar de hombres gais acude cada día a la Casa de Campo para mantener relaciones sexuales a pesar de los robos, palizas y enfermedades a las que se exponen
Los últimos destellos de sol doran las copas de los árboles de la Casa de Campo, los rabos de los conejos rebotan entre los setos como pelusas de algodón antes de desaparecer en las madrigueras. De fondo, el soliloquio de los pájaros y el silbido del tren invitan a cerrar los ojos y a respirar profundo en actitud contemplativa. En este idílico paraíso, unos 20 hombres deambulan por separado en búsqueda de más hombres. Parecen espectros que salen de los árboles y vuelven a perderse en la vegetación. Todos vienen a lo mismo: cruising, una práctica que moviliza a un centenar de gais diariamente hasta el pulmón verde de la ciudad para practicar sexo anónimo y ocasional. Estudiantes, trabajadores, desempleados, pensionistas, solteros, casados, jóvenes o con nietos buscan en los recovecos del bosque a algún amante efímero. El placer se encuentra fácil y el sexo es inminente, aunque los peligros merodean. Robos, palizas y enfermedades de transmisión sexual son algunos de los riesgos que han narrado a EL PAÍS estos discípulos del cruising durante los días en que este periódico ha hurgado en la meca del sexo instantáneo al aire libre en Madrid.
Para adentrarse en territorio desconocido, los periodistas suelen buscar un fixer, una figura esencial que ejerce de traductor de idiomas y de códigos culturales distintos. El término se popularizó en las guerras de Oriente Próximo y, desde entonces —aunque podría pensarse que desde siempre—, son una pieza fundamental del oficio. El fixer de este reportaje ha pedido llamarse Camilo, prefiere no ser identificado para “evitar el estigma”. Es un latinoamericano de 30 años, practicante ocasional del cruising, aunque bastante enterado, la clave para desencriptar los códigos de esta práctica de señales sutiles.
Pronto llega la experiencia inaugural. Era un miércoles como cualquier otro de julio, antes del mediodía, en la zona cero de los encuentros fugaces. “Háblale”, azuza Camilo en su primera intervención como fixer, apuntando a un señor de sombrero Panamá, lentes de sol, bolso colgado, pantalón de dril, camisa de cuadros blancos y azules y unos 70 años. El fixer se aleja para no despertar sospechas. “Buenos días”, dice el reportero. El hombre solo asiente tras unos impenetrables lentes polarizados. Entre dientes, responde que hace cruising dos veces por semana y que tiene bastantes experiencias positivas que contar.
Tras unos segundos de conversación, saca una bolsa de plástico verde del bolsillo del pantalón y comienza a desdoblarla. Con ella, improvisa un asiento sobre el suelo y se sienta, sin mediar palabra. El periodista, que cree haber captado el silencio, se despide con el deseo de una buena tarde. Camilo se reincorpora a su lado y le da su primera lección: “¿Viste lo que pasó? Se ha puesto en posición”. Cuesta creerlo. “Volvamos”, reta Camilo. El señor sigue en el mismo lugar, aún sentado sobre el plástico verde.
—¿Qué te gusta hacer?
—¿Qué te gusta que te hagan?— responde el hombre con una pregunta, mientras se quita las gafas.
—¿Te gusta el sexo oral?― intenta descifrar el reportero, instigado previamente por el fixer.
—Sí, ¿quieres?— ofrece, mientras estira la mano hacia la pantorrilla de su interlocutor.
—No, gracias.
—Bueno, hasta luego.
El cruising sigue un patrón claro: mirar, tocar y copular. Frotarse la entrepierna es el símbolo universal. Si el cruce inicial de miradas se prolonga unos segundos, uno de los dos se envía la mano a los genitales ―da igual si es por fuera o por dentro del pantalón―. Cada cual modifica el protocolo en función de sus gustos. Hay quienes se soban los pezones, otros se llevan los dedos a la boca para ofrecer una felación. Si el lisonjeado corresponde, no queda más que acercarse para hacer en el cuerpo ajeno lo que antes en el propio y buscar un lugar para la desnudez. El encuentro pocas veces dura más de 15 minutos. Hablar es solo una opción, que la mayoría descarta, como explica un veterano que busca lo mismo que todos: “La gente aquí no viene por deporte, viene a tocar pollas”. Poco importa que alguien vea: todos van a lo mismo y el voyerismo es tan rutinario como inevitable.
En la Casa de Campo esta práctica está a la vista de cualquier curioso o caminante despistado. Basta con salir de la estación del metro y caminar paralelo a la autovía que conecta con el zoológico. La zona es ideal para la experiencia: está tupida de árboles que forman laberintos y trincheras donde los hombres se desnudan, se agachan, se hincan, se empinan, se reclinan y, finalmente, se limpian.
Las servilletas en el suelo, los pedazos de cartón y los condones añejos que se balancean en las ramas son testigos inertes de lo que se cuece en esos matorrales. Hay para todos los gustos: hombres sin camisa, en ropa deportiva, bañador, camisa leñadora o abuelos en chándal que no dudan en bajárselos hasta las rodillas para revelar a algún fisgón un par de nalgas escuálidas enmarcadas por unos tangas. Un paseo por este lugar basta para comprender el significado del término cruising (crucero). Aquí todos navegan, deambulan a una velocidad moderada, casi en automático, sigilosos. Aquí todo parece que pasa lento porque lo que pasa rápido es tan fugaz que no logra percibirse.
Si bien la Casa de Campo es uno de los sitios más populares para el cruising, está lejos de ser el único. Numerosos foros digitales de la comunidad gay se encargan de geolocalizar y reseñar los lugares públicos para tener sexo: estacionamientos, baños públicos o parques. Las chinchetas más repetidas en estos catálogos revelan que otros puntos frecuentados para la práctica del cruising son el El Retiro ―en los alrededores de la estatua del ángel caído―, los baños del intercambiador de Moncloa, o los del centro comercial Principe Pío. Los comentarios se centran mayoritariamente en quedadas: “¿Quien baja sobre las 19.00? Quiero comer buenos rabos”, o “Hola, ¿alguien esta tarde allí? Me va el cerdeo, escribirme por privado”, son algunas de las entradas más recientes de la Casa de Campo.
Desde primera hora de la mañana empieza el ajetreo. Los adultos mayores son los primeros en llegar, cuando los oficinistas apuran la tostada matutina. Algunos acuden a pie y otros en coche. Los segundos aparcan en el estacionamiento del zoológico y se apoyan en sus vehículos con la mirada clavada en los setos. Uno es un hombre de 75 años que tiene dos nietos. Viste camiseta polo rosada y pantalones cortos.
―¿Desde hace cuánto viene por aquí?
―Desde que me jubilé hace 11 años.
Acude cada mañana en su coche a este “expositorio de carne”, como él mismo lo define. Se considera “una persona muy respetuosa”, por el simple hecho de que no hace insinuaciones, aunque tampoco las rechaza. “Si alguien me dice ‘¿te la chupo?’, pues me la chupa, ¿qué le voy a decir?”, afirma cruzándose de brazos como si no tuviese más opción. No trae ni un duro por seguridad y no duda en voltearse los bolsillos para demostrarlo. Evita meterse en la arboleda, según dice, “porque roban”. “Me da miedo: yo soy muy mayor para andar con gente tan joven”.
Algunos jóvenes madrugadores llegan equipados con comida, botellas de agua y cartones, un elemento fundamental para evitar el roce de las posaderas con la maleza espinosa o la hierba seca. Se adentran sonrientes en la floresta deseosos de aplacar su libidinosa juventud en alguna zanja con olor a semen.
Quienes sostienen que el cruising es una manera fácil de aumentar las pulsaciones, desconocen que los peligros son múltiples. Casi todos tienen una experiencia amarga que contar. El aislamiento, la ausencia policial y la oscuridad son características que hacen posible el cruising, pero también lo convierten en una práctica de alto riesgo. De esto sabe un hombre de 42 años, nacido en Canarias, quien predica una hipótesis. “Donde hay luz, no hay cruising”. Sabe de lo que habla, lleva varias décadas en este mundo, desde los tiempos en que la sede madrileña para el sexo gay a la fresca era el Templo de Debod. Esta sucursal cerró después de que un restaurante cercano instalara unos reflectores para iluminar la montaña. De ahí aprendió su regla.
Pero donde no hay luz, pasan cosas muy oscuras. Él mismo lo vivió un noche, cuando vio aproximarse a un grupo de 10, “de esos que van de negro y con la cabeza rapada”. Pensó lo peor. Ya sabía que algunos grupos ultras suelen quedar en las zonas de cruising para pegar a homosexuales. El canario, de aspecto muy varonil en el sentido más patriarcal de la palabra, narra que miró a los ojos al líder del grupo por unos segundos: “No sé cómo paso, pero el hombre se detuvo y ordenó a los otros que cambiaran de dirección”.
De los cinco días que EL PAÍS ha pasado en la zona, solo en uno ha advertido la presencia policial. Tener relaciones sexuales en un lugar público acarrea una sanción administrativa que va de los 100 a 600 euros por exhibicionismo, según el artículo 37 de la Ley Orgánica de protección de la seguridad ciudadana. Si ocurre frente a menores de edad o personas con discapacidad, constituye una infracción penal, castigada con una pena de prisión de seis meses a un año o multa de 12 a 24 meses.
Las infecciones de transmisión sexual (ITS) son el enemigo silencioso. El preservativo no es imperativo, como explica un joven mexicano de 28 años, pelo lacio hasta los hombos y tez morena, quien afirma tener dos condiciones que desaniman a la mayoría de los pretendientes: no recibe dinero y no lo hace sin protección. “Hay personas que tienen VIH y, por maldad, te lo pueden pegar”, alerta otro. Todo esto en medio de un repunte de todas las ITS en la Comunidad de Madrid ―a excepción del VIH―, según el Informe del Estado de Salud de la Población de 2023.
Cuando el deseo se hace carne, la Casa de Campo emerge como el santuario perfecto para la práctica del cruising, que no por ser gratuito y rápido puede definirse como fácil. Más que una práctica es una tradición que, como todas las relegadas a la clandestinidad, tiene un origen tan difícil de determinar como lo es su final. El sexo al aire libre seguirá practicándose por la comunidad gay en el principal pulmón verde de Madrid, a escasos metros de parques infantiles, de la entrada al zoológico y de la ruta del anillo verde del ciclista. Siempre habrá adeptos del cruising, amantes de la adrenalina sin decoro, deambulando por la arboleda, o como prefiere decirlo el canario que lo ha practicado más de la mitad de su vida: “Siempre hay un alma perdida”. Dispuesta.
NOTA A LOS LECTORES
Tras la publicación de este artículo y en atención a las quejas recibidas por los lectores, la defensora del lector, Soledad Alcaide, realizó un artículo en el que analizaba la polémica suscitada y los errores cometidos en su publicación. Puede leerlo a continuación:
Polémica sobre el ‘cruising’: un reportaje fallido, un texto indigno, por Soledad Alcaide
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