La Lotería de Navidad en el Teatro Real: dos Papas, Don Quijote y un perrito caliente
Los fans más acérrimos del sorteo se reúnen, como cada año, llenando de jolgorio y disfraces el solemne patio de butacas del coliseo madrileño: el año pasado el Gordo cayó aquí
¿Y si toca? “Pues que me vuelvo loco, pero de verdad”, dice Don Quijote, encarnado en el ciudadano José Antonio Toro, procedente de Móstoles (Madrid). Con un plumero por espada y su bacía de barbero coronando la cabeza, ha venido por quinto año al Teatro Real a presenciar el Sorteo Extraordinario de Navidad de la Lotería Nacional. “Soy Don Quijote chirigote, con perilla y bigote”, sentencia, “hemos venido a buscar la suerte y a repartirla”.
La majestuosidad del patio de butacas del Teatro Real, con sus oropeles y terciopelos, contrasta con el cachondeo que se respira. El de los fans irredentos del sorteo que cada año acuden disfrazados, a ver si atraen la suerte. Donde a veces se asiste a representaciones de Rigoletto, Dido y Eneas o Madama Butterfly, ahora hay una bruja, un perrito caliente, un centurión romano, dos zorretes, el citado Don Quijote acompañado por Sancho Panza, Dulcinea del Toboso y el mismísimo Cervantes. Y no solo un Papa, sino dos (¡cisma en la Iglesia!).
Las probabilidades de llevarse un dinero son muy bajas, pero aquí la gente no parece demasiado interesada en los intríngulis de la ciencia de la probabilidad y la estadística. Vivimos en tiempos de emoción, más que de razón, y lo que se respira es una alegría esperanzada. Los más inquietantes son esos que acuden con disfraces no identificables, una mezcla de cosas raras, pelucas multicolor, máscara de alienígena simpático o un árbol de Navidad en la cabeza. Lo que pillaron por ahí.
Los más cafeteros han pasado varios días, hasta 16, mediante un sistema de relevos, haciendo guardia a las puertas del teatro para coger sitio. El primero en entrar este año (lo dice con notorio orgullo) ha sido Jesús Manuel Ruiz Gómez, procedente de Novales, Cantabria, un viejo conocido de este evento: no solo ha pasado esos 16 días ahí fuera, sino que lleva 16 años viniendo desde el norte. Ha sido Fernando VII (creador de la lotería), ha sido novia, ha sido limón, pero este año repite de Papa, porque el pasado dio suerte: la ganadora del Gordo le había pedido tocarle para ver si se obraba el milagro. Y se obró.
Es que a veces todo esto funciona: el año pasado el Gordo (05490) cayó en este patio de butacas, en manos de Perla, una mujer peruana, entonces desempleada, que había trabajado con anterioridad en la cafetería de La Moncloa. Cuando se anunció el premio, los servicios médicos tuvieron que sacarla del teatro para protegerla de la avalancha periodística. Prometió repartir el premio, obtenido con un décimo comprado en Asturias, entre sus hijos y la Iglesia católica.
De niño, hace unos 45 años, la familia del ahora papa Ruiz Gómez, cogía la lotería todos los sábados y en Navidad se veía el sorteo por una tele en blanco y negro, marca Radiola. “Algún día iremos a Madrid, al sorteo”, decía su tío. “Y jugaremos al número de la realeza”, decía su padre. Ahora Ruiz Gómez asiste con su hijo (que esta vez va disfrazado de monaguillo) y juega los números 00000 (la leyenda dice que es el número que juega el Rey) y 99999. Son tan probables como cualquier otro.
El hilo musical previo al sorteo es la canción El camino, de la banda Templeton, con origen en Torrelavega, la elegida para el anuncio de la lotería este año, que suena en bucle, una y otra vez, hasta la desesperación. Pero por fin aparecen los niños de San Ildefonso, que entran en el escenario, forman fila y saludan solemnemente: es su gran día. En el delirante patio de butacas se produce gran jolgorio y ovación de parte del perrito caliente, el centurión romano, las dos ardillas, etc. También de la gente que va vestida de calle, los grandes olvidados de este día, que haberlos haylos. Comienza el sorteo, los grandes bombos dorados comienzan a girar y la voz de los niños diciendo números y premios suena como un mantra que invita a una agradable soñolencia. Este no es precisamente el mayor espectáculo del mundo. En el patio de butacas se produce un ambiente distendido de charloteo, fotos y uso intenso del smartphone. Hay, de hecho, quien se deja caer en las garras de Morfeo. Pero el goteo de premios, con sus aplausos y sus comprobaciones rutinarias (¿me habrá tocado?), nos sacará de este dulce letargo.
“Soy la bruja de oro”, dice una mujer colombiana, que prefiere no decir su nombre (cosas de la hechicería). Había venido en otras ocasiones, pero ni siquiera gracias a sus sortilegios había conseguido entrar: es la primera vez, después de cuatro días de espera y relevos, que consigue una butaca, y bastante buena, en la tercera fila. “Me hace mucha ilusión, es que es precioso ver cómo se juega a la lotería, da mucha emoción”, dice, una afición que, según cuenta, en su país de origen no es tan popular. Si gana quiere compartirlo con la familia. “Con mis hijos… y con mi hermano, que está enfermito”, dice mientras se le llenan los ojos de lágrimas.
“A veces, el dinero no da la felicidad”, dice Don Quijote. También puede traer la desgracia. Viene a la cabeza aquel cuento de Jorge Luis Borges, La lotería de Babilonia, en el que no solo se reparten premios, sino también desgracias. No es descabellado: es conocido que un gran premio de lotería puede destrozar la vida del agraciado. La dificultad para gestionar la fortuna o para mantener las relaciones personales, uno puede acabar aplastado bajo un montón de dinero. “En el término medio está la virtud, mejor ganar para salir adelante y vivir desahogadamente. Demasiado dinero, si no tienes cabeza, puede llevarte a la perdición”, concluye, con inopinado juicio, Don Quijote.
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