‘Prohibida’ la zumba en los parques de Madrid
El Ayuntamiento permite las actividades privadas bajo autorización de la Junta Municipal de distrito, pero no se la concede a un grupo de baile que se junta a dar clases en el parque de Enrique Tierno Galván
Poco antes de que anocheciera este martes, en el frondoso parque Tierno Galván de Madrid, un grupo de unas 20 mujeres estaban a punto de cometer una temeridad. Sus caderas comenzaron a moverse al ritmo del beat, una mujer en el centro indicaba los pasos, el resto la imitaban. Cualquiera de los que ahí observaba la escena, desde las gradas del anfiteatro abierto que corona el recinto, pensaría que la temeridad consistía en mover un músculo a 39 grados a la sombra. Pero pronto, dos coches de la Policía Municipal irrumpieron en la rutina del ejercicio. Se acabó la Zumba.
Un vecino, molesto, que algunas conocen bien, había llamado a las autoridades para poner fin a semejante espectáculo. Esto es lo que la policía les explicaba al grupo de señoras, vestidas con ropa de ejercicio y empapadas en sudor, que asistían atónitas al poder del uniforme. Se habían convertido, sin saberlo, en unas rebeldes, en un grupo de niñas de primaria reprendidas por el profesor. “Esto no se puede hacer, ya os lo hemos dicho otras veces”, se escuchaba de lejos a una agente que gesticulaba con las manos abiertas en tono conciliador. Mientras, algunos vecinos gritaban a lo lejos: “Dejadlas en paz”.
Lo que no podían hacer era bailar con un amplificador en mitad del parque. “Aunque nadie ha venido aquí a medir los decibelios, ¿cómo saben que estábamos molestando? Es ridículo”, comentaba una de ellas a este diario en mitad de la bronca. La discusión se iba calentando alrededor de los agentes. Había dos patrullas, una que bajó directamente al escenario improvisado que habían montado las mujeres; la otra, flanqueaba la posible salida desde arriba. El despliegue parecía desproporcionado, cuatro agentes para apagar un altavoz.
Ese mismo anfiteatro ha estado cerrado un mes por la serie de festivales que se han llevado a cabo, como el Tomasvistas, con un precio de 45 euros por entrada. La mitad del parque quedó clausurado, su césped arrasado, y los vecinos tenían que arrinconarse en los miradores si querían hacer ejercicio o sacar a sus perros. Este mismo viernes, Yolanda Díaz cerrará la campaña de Sumar en el mismo punto donde estas mujeres trataban de sincronizar los brazos con la cintura. Pero ellas no habían pedido permiso, les insistían los agentes. Ana Córdoba, una de las tres instructoras del grupo, afirma que han solicitado en dos ocasiones la autorización para hacer las clases en el parque a la Junta Municipal de Arganzuela, pero nunca obtuvieron respuesta. “Hemos seguido haciéndolo porque creemos que producimos un beneficio a la gente”, indica por teléfono.
Las mujeres, manos a la cintura, no se podían creer la escena. Uno de los policías sugería que hicieran lo mismo —juntarse a bailar— pero con cascos. Otras, respondían que ahí todos los días hay botellón, hay batallas de rap, chavales gritando y corriendo los domingos. Básicamente, la cotidianidad de un parque. De poco sirvió. La instructora cuenta que llevan haciendo estas clases desde la pandemia: “Empezamos a hacerlas virtualmente y luego cuando nos dejaron salir decidimos sacar las clases a la calle”. Córdoba explica que han considerado introducir los cascos en las clases, pero “te aíslan y lo que pretenden precisamente es sacar a la gente de ahí”.
Las imágenes han provocado un debate sobre si, además de la ley, se debe aplicar el sentido común. La Policía Municipal de Madrid explica que “cualquier actividad que repercuta en un beneficio económico en la vía pública necesita una autorización para ocuparla”. En este caso el beneficio es cuatro euros por clase.
Por otra parte, las actividades que incluyen una megafonía se regulan mediante la ley de espectáculos públicos y actividades recreativas, que establece que, además de la autorización municipal, los organizadores deben tener un seguro contratado de responsabilidad civil para cubrir los posibles daños a los asistentes y a terceras personas. La Policía Municipal afirma que ellos acuden siempre tras recibir una queja, que puede ser de alguien que pase por la zona o de algún vecino. Si los organizadores tienen la autorización necesaria para hacer la actividad, y aun así una tercera persona se queja, tendrían que hacer mediciones acústicas para ver si superan los decibelios permitidos.
Córdoba no entiende de dónde salen las quejas: “No se escucha la música hasta que no coronas el anfiteatro”. La instructora cuenta que a veces la Policía Municipal les ha indicado que se ha quejado un dueño de un perro que pasea por el parque, pero apela a la convivencia: “El parque es grande y nosotros lo usamos una hora, tres días a la semana”. Las clases son los martes, jueves y domingos. Lucía Quiroga acude con su pandilla casi todos los domingos a estas clases: “Es una iniciativa que surge en la pandemia cuando un grupo de profesores de zumba propuso hacer clases al aire libre. Los fines de semana nos juntamos unas 100 personas, principalmente mujeres, y luego entre semana acuden entre 20 y 30 personas”. Quiroga cuenta que “uno de cada dos domingos la Policía Municipal les corta la clase”.
Estas clases de zumba han creado comunidad entre las asistentes “Somos todas mujeres del barrio. Yo voy con mi pandilla y luego nos quedamos a tomar una cerveza en algún bar, y el resto acaba charlando y salen nuevos grupos de amistad”, relata Quiroga. Se pregunta por qué un grupo de mujeres que se juntan en el parque a bailar no pueden utilizar el espacio cuando el mismo auditorio acoge el festival Brunch in the park, de música electrónica, que inhabilita el parque para el uso público. “Cosas que cuesten pasta, sí, pero una actividad de tranquis, no”.
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