Parece un campo de refugiados pero no lo es: el drama de los vecinos que se quedaron sin casa pero tienen que pagar la hipoteca
Tras meses de desalojos y derribos de viviendas en San Fernando de Henares (Madrid), por culpa de las obras del metro, decenas de afectados acampan en un parque para reclamar indemnizaciones justas a la presidenta Díaz Ayuso
En medio del parque Pedro Zerolo de San Fernando de Henares (40.000 habitantes) hay una mesa de plástico a la que le dicen la mesa del psicólogo. A su alrededor se van sentando por turnos decenas de vecinos que se han quedado sin casa por culpa del Metro, y que ahora acampan bajo los pinos, bien visibles sus tiendas de campaña en mitad de la ciudad, para pedir indemnizaciones justas a la Comunidad de Madrid. Su problema arrancó en 2007. La llegada del Metro alteró el subsuelo, provocando que los edificios perdieran pie. Quince años después, hay casi 200 personas desalojadas, y 54 viviendas han sido declaradas en ruina. Esta mañana, sus dueños lloran al contar su historia. Miran a su alrededor y no reconocen las calles de su vida, cortadas por vallas, y repletas de obreros que inyectan hormigón en el suelo para que el problema no vaya a más. Sus casas ya no están. Y pasan miedo de noche, durmiendo ahí, en un parque, expuestos a robos, bromas e incluso a parejas que buscan un nido de amor. Por eso a veces se encierran en los coches. Y ni aún así logran dormir.
“Hay mucho apoyo en el pueblo, mucha solidaridad, pero también hay unos pocos comentarios del tipo: ¿pero de qué se quejan? ¡Por un piso viejo que se espera que le den!”, lamenta Eva sobre las indemnizaciones de entre 136.000 y 355.000 euros que les ofreció en un primer momento el Gobierno regional, que preside Isabel Díaz Ayuso. “Y eso duele”.
Tres fotografías de Eva y su familia resumen un drama que se conjuga en presente, pues cada día hay una grieta nueva en un edificio distinto del municipio.
Navidades de 2021. Juan, Eva e Iván celebran las fiestas sonrientes en su casa, copa en mano y con el árbol decorado de fondo.
Navidades de 2021. Todo ha cambiado. Ya no hay sonrisas. Ni copas. Ni casa: Juan, Eva e Iván están en un apartahotel pagado por la Comunidad de Madrid porque han sido desalojados de su casa.
Primavera de 2023. Juan, Eva e Iván se turnan para dormir en dos tiendas de campaña que se levantan junto a más de una decena. Quieren que su problema no se olvide. Que se recuerde que les han borrado los recuerdos, aquella silla en la que se sentaba la madre de Eva, aquella bañera en la que el bebé Iván chapoteaba, porque les dieron 24 horas para salir de su casa, y apenas pudieron llevarse nada. Duermen sobre unos colchones que les han donado, y que en su caso corona la cama una almohada decorada con letras japonesas (”Paz mental”, es la traducción). Comen bien, entre otras cosas porque los restaurantes y bares de la zona les cuidan.
Todos saben que los acampados reclaman indemnizaciones más justas. En el caso de la familia de Eva, siguen pagando 571 euros de hipoteca al mes por un piso que ya no existe, 1.100 por el que han alquilado en la zona, 150 al mes a los abogados... y la Comunidad les ofrece como compensación a sus vidas rotas 184.000 euros, que tendrían que usar para cancelar la hipoteca anterior, comprar otra vivienda, y amueblarla. Y no les salen las cuentas, claro. Ni a ellos, ni a casi nadie: de las 80 familias afectadas, solo ha aceptado la indemnización por la vivienda tres, además de los dueños de 16 garajes, y dos inquilinos, según la Comunidad.
“Nos ha cambiado mucho la cara, la mirada sobre todo”, dice Juan al comparar las tres fotos que retratan el cambio drástico de su vida. “Lo más doloroso ha sido perder nuestros recuerdos, ese es el dolor”, añade mientras más y más vecinos se van sumando a la conversación, contando sus penas, llorando a sus muertos, al hijo que se fue en medio de este drama, o a la vecina que ha habido que ingresar en una residencia, desorientada y desubicada tras perder las referencias del hogar. “Hay familias partidas por medio”, sigue. “No es posible que 20 meses después estemos peor que en el minuto cero. Solo pedimos que haya una resolución final, sea la que sea”.
Porque a estos vecinos les ha pasado de todo. Primero sus casas se llenaron de grietas. Luego se les descuadraron puertas y ventanas, que tenían que abrir entre varios. De noche, comenzaron a escuchar crujidos, igual que si vivieran en un viejo galeón de madera en alta mar. Luego les empezaron a instalar testigos en las paredes para medir cuánto se desplazaba su casa. Y llegaron los informes negativos. Y la declaración de ruina. Y el desalojo urgente. Todo, para que su vida quedara en pausa, suspendida en mitad de ninguna parte, ni en el pasado, ni en el presente, ni en el futuro, sino en un limbo compuesto de decisiones de la Administración que no comprenden.
La presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, les prometió la máxima indemnización posible. Y anunció que la había ofrecido: de 136.000 a 355.000 euros por vivienda. Sin embargo, los vecinos descubrieron que la Administración indemnizaba de manera distinta el daño moral de cada residente, como si unos sufrieran menos que otros. Y protestaron. Y esa indemnización máxima, que según el Gobierno exprimía al máximo las posibilidades legales, de repente se mejoró en hasta 63.000 euros por vivienda. “Me comprometí a darles el máximo legal permitido [como indemnización] y los servicios jurídicos han encontrado la posibilidad”, anunció Díaz Ayuso. Aquello escamó a los afectados, que dependen de ese dinero para rehacer sus vidas.
Peor. Como de nuevo protestaron, en abril les comunicaron que se haría una nueva tasación de sus propiedades por si se podían mejorar las indemnizaciones, según los afectados. Es decir, tras anunciar que se había hecho lo máximo, la Administración ha mejorado su oferta una vez y estaría dispuesta a hacerlo en una segunda ocasión. “En relación a la tasación, la Consejería de Transportes e Infraestructuras ha traslado a la empresa tasadora las discrepancias comunicadas por los vecinos para que corrobore la tasación de las viviendas”, concreta un portavoz gubernamental. En consecuencia, el proceso administrativo se estira desde hace meses, lo que impide cerrar el caso, pues de su final dependen los vecinos para poder llevar a la Comunidad a juicio.
“La misma oficina abierta para los afectados por la Comunidad ya tiene grietas”, explica Juan. “Mi teoría es que cuando acaben las elecciones va a entrar una excavadora y lo va a derribar todo”.
La veintena de tiendas de campaña por las que se reparten los vecinos son la frontera entre las vidas normales y las destruidas. Los viandantes pasan a toda prisa por la acera, mirando de reojo los carteles reivindicativos (“Cero soluciones, cero indemnizaciones, cero empatía, millones de lágrimas”) y acelerando el paso como para espantar el mal fario. Porque el problema se extiende por el subsuelo, donde el agua movilizada por las obras del Metro está disolviendo la sal que entrevera el terreno, y todo el mundo teme que le toque.
Eso explica las decenas de operarios con chalecos naranjas y amarillos que se desperdigan por las terrazas de los cafés. Los estruendos de obras que recorren golpeando con su ruido las paredes de las calles aledañas mientras en el subsuelo se inyecta cemento para intentar estabilizar el terreno. O las pancartas que cuelgan de los balcones de las casas que aún están en pie, pero se saben amenazadas de muerte: “Metro deteriora nuestras viviendas. ¡Ayuso soluciones ya!”.
La cosa cambia mucho de noche. Desaparecen los operarios. Llegan las cucarachas. Las arañas. Y el miedo entre los acampados, que se turnan en las tiendas de campaña, pues la mayoría han logrado otras soluciones habitacionales.
“Es agotador”, dice Juan sobre la protesta, que va ya para un mes. “Nos turnamos, porque hace mella. Esto es inhumano. Es como un campamento de refugiados de Siria, pero en mitad de una comunidad tan rica como la de Madrid”.
Suscríbete aquí a nuestra newsletter diaria sobre Madrid.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.