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TRIBUNA
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Enrique de Castro, el cura rojo de Vallecas

El párroco ha fallecido este miércoles en Madrid y fue uno de esos incansables luchadores por las personas más empobrecidas y excluidas de los últimos 50 años

Enrique Castro en la parroquia, después de que el cardenal arzobispo de Madrid Antonio Rouco Varela decretara su cierre.
Enrique Castro en la parroquia, después de que el cardenal arzobispo de Madrid Antonio Rouco Varela decretara su cierre.Eulogio Martín Castellanos

Enrique de Castro, conocido por algunos titulares mediáticos como el cura rojo de Vallecas, fue uno de esos incansables luchadores por las personas más empobrecidas y excluidas de los últimos 50 años. Ordenado sacerdote en 1972, destinado a Vallecas, uno de sus referentes fue el Padre Llanos. Su vida cambió al darse de bruces con la realidad social de miles de personas en extrema pobreza y exclusión. De Castro falleció este miércoles a los 80 años en Madrid.

Proveniente de una familia de clase acomodada, Enrique fue educado para ser una buena persona, conservadora, al servicio de la estructura eclesial y del poder establecido. Esa cosmovisión pronto se desplomó: él se despedía de las personas que quería con un: “Que no seas bueno…”

La llamada “misa de una” de la parroquia de Entrevías tomó un valor de concienciación y lucha social, partiendo de las enseñanzas de Jesús de Nazaret. Asamblea humana que compartía la vida, la justicia y la esperanza, brindando con vino y comulgando con galletas, tortas, pan o lo que fuese, con el propósito de celebrar y compartir. Enrique de Castro acogía en la parroquia a las madres del barrio y a mucha gente de corazón grande y, en muchos casos, roto. Acompañaba, daba aliento y comida, techo, y mucho abrazo y ternura. En la parroquia, y en torno a él, se congregaban personas de todas las religiones y clases sociales, cristianos, musulmanes y ateos, el juez y la madre contra la droga, el educador y el preso, el sin papeles y el fiscal… Cada persona tenía su espacio, respetada por ser persona y no por lo que tenía o por el dios en que creía o no creía.

Detectaba todo lo que olía a iglesia institución, al clero y a su parafernalia, a las liturgias huecas y vacías de calor humano, donde no tenía cabida la risa, el brindis y el baile, tres sustantivos íntimamente ligados a su persona.

Su fe se traducía en esperanza y lucha, encuentro entre personas y brindis por la vida, convencido de que Dios es ateo, tal y como tituló su último libro. Él creía en la persona, especialmente en las personas en las que muy pocos creían. Su fe era en: Los nadies: los hijos de nadie, los dueños de nada, en palabras del poeta Galeano. Su fe en ellos y en ellas le hizo perder el miedo. Se mimetizó y se hizo uno con ellos y aprendió de los que nada tienen que conservar porque lo perdieron todo.

Generoso, entregado a fondo perdido, sin importarle ni el cómo, ni el cuándo, ni el cuánto… De puertas abiertas, en su casa siempre había un plato de comida, una cama y mucho cariño para quien lo necesitaba. Por su hogar pasaron cientos de chavales a los que dio cobijo hasta sus últimos días. Les daba un amor incondicional y con ello conseguía que creyesen en ellos mismos, que recuperasen la autoestima necesaria para luchar por su vida.

Tenía como lema un “nunca dejes a uno de los chavales en el camino”, pronunciado siempre desde el corazón y con los ojos humedecidos. Era como decir aquello de “dejar que los más pequeños se acerquen a mí” (Lc 9,56-48. 18,15-17), “porque la verdad les ha sido revelada a ellos” (Lc 10,21-22). Vivió su aquí y ahora, y lo gozó plenamente. Fue feliz con su gente, con sus chavales, con las madres, con sus amigos y amigas, con su familia biológica y de corazón.

Allá donde estés brindaremos por ti, por la dicha de poder sentirte, bailaremos contigo y reiremos hasta que la pena de no poder darte un último beso y abrazo nos ahogue por dentro.

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