Los dominicanos que sí juegan y no quieren saber nada de bandas ni machetes
La comunidad del país caribeño impulsa ligas deportivas para dar a sus jóvenes un espacio de ocio como forma de combatir el problema de la violencia de pandillas como los Trinitarios y Dominican Don’t Play
“¡Es fault, es fault! [falta]”. “Watch out! [Vigila]”. Es sábado a media mañana y dos equipos disputan un partido de baloncesto en una cancha en el distrito de Villaverde (Madrid). Unos se lo toman como una pachanga y otros parece que estén a punto de ganar un anillo de la NBA. Son dominicanos. “Pero aquí no entran las bandas [violentas]”, especifican. Ni Trinitarios, ni Dominican Don’t Play, cuya traducción literal es “Los dominicanos no juegan”. Porque estos sí que juegan y lo hacen precisamente para que sus adolescentes no acaben absorbidos por los grupos violentos que protagonizan reyertas y hasta homicidios. Casi siempre, antes de cumplir los 18 años.
Yordan Marqués, 40 años, aparece en su bici. Da la mano a todos los jugadores con el típico saludo de los dominicanos: “¡Qué lo qué!”. Él es uno de los “dirigentes”. Así llaman a los miembros de esta comunidad caribeña que impulsaron una liga deportiva bajo el nombre Baloncesto Sin Fronteras, en 2018. “Aquí queremos que los chicos estén enfocados en algo bueno, ¿tú me entiendes? Que se dejen de bandas. Yo lo hablo con ellos, les digo que eso no trae nada bueno. Sabemos de alguno que ha tenido problemas y nos ha pedido participar y lo estamos dudando, pero yo quiero darles chance [una oportunidad], para que se aparte y se encamine a través del deporte”, explica Marqués, psicoterapeuta de profesión, sin perder detalle del partido. Recuerda un adolescente que tenía relación con alguno de estos grupos y al acabar cada partido se quedaba en medio de la pista hasta que se dispersaba la muchedumbre, atento a cualquier señal de peligro. “Yo le cogí y le dije: ‘Pero ¿te compensa vivir así? ¿Quieres esto para tu familia?”.
Aunque los dominicanos que viven en Madrid llevan años jugando juntos de manera informal y participando en algunas ligas municipales, fue hace cuatro cuando un grupo de miembros de esta comunidad decidió poner en marcha esta competición con jugadores de todas las nacionalidades, pero sobre todo compatriotas. También hay venezolanos, filipinos, colombianos, españoles… Así se conformaron una decena de equipos con sus respectivas equipaciones y logos. Está el Team Usera, Los Fuertes, Gold Team, Aluche, Marqués de Vadillo… Consiguieron financiación de la Embajada dominicana para tener equipamiento y contratar a los árbitros y una pista en Ciudad de los Ángeles para disputar los partidos.
Lo idearon con un fin competitivo, viéndoles jugar una pachanga es evidente que no les gusta perder, pero también para hacer algo para los más jóvenes. Fiti, de 39 años, es otro de los dirigentes. Llegó a España en 2003. “Nos preocupa el tema de bandas, claro. Sabemos que ellos se acercan a los chicos a los que hacen bullying [acoso] en el colegio y les ofrecen protección, así los atraen”, relata. Cada muerto, cada reyerta, cada amputado pesa como una losa sobre esta comunidad.
Muchos de los que juegan en esta liga no son ajenos al problema de la violencia. O conocen directamente a caídos en la guerra entre rivales, o les suenan del barrio o incluso han tenido problemas precisamente por no pertenecer a ninguna. Uno, que prefiere que no se publique su nombre, de 22 años, comenta que su hermano está metido en una pandilla. “Yo trato de decirle que ahí no hay na’ bueno, pero si él no toma su decisión yo no puedo hacer nada porque si le insisto en que se salga le va a coger más pasión”, apunta.
Son conscientes de que la violencia de estas bandas mancha la imagen de la comunidad dominicana. No en vano una de ellas lleva su gentilicio en el nombre. Aunque los datos muestran que sus miembros son de muchas otras nacionalidades. Maicol, de 21 años, y Alexander, de 19, parecen gemelos, pero solo son hermanos. El mayor llegó a España hace dos años y el menor, el año pasado. Los dos trabajan en el turno de noche de Mercamadrid. “Pues claro que mi mamá se preocupa por si me meto en líos, pero nosotros estamos enfocados. Trabajamos siempre en el turno de noche, he salido del trabajo hace un rato y he venido aquí directo”, cuenta Maicol. Su brazo lleno de tatuajes es otro motivo de inquietud para su familia, por si algún pandillero cree que se los hizo por pertenecer a alguna banda.
Sus historias vitales son prácticamente un calco. Casi todos cuentan que las primeras en venir a España fueron sus madres, a trabajar en la hostelería o como limpiadoras, y les acabaron trayendo como parte de un proceso de reagrupamiento familiar. Es la historia de Onaldi de Jesús, de 27 años, que llegó a España con 17. Como muchos, cambió de país en plena adolescencia y volvió a convivir con una madre de la que se había separado mucho antes. Mujeres que además empiezan a trabajar por la mañana y vuelven por la noche. “Mi mamá estuvo pendiente de que no me metiera en líos cuando llegué, pero por suerte yo ya venía maduro. Toda la adrenalina que necesito soltar, la suelto en la cancha. Cuando la policía me para para identificarme en la calle, se sorprende de que no tenga antecedentes”, bromea. Más en serio, comenta que conoce a alguno al que han “mochado” (cortado o apuñalado). “Les digo que se salgan, claro, pero para algunos es muy tarde”, se lamenta.
Ellos mismos sienten que tienen un dedo apuntándoles por su aspecto. Tito, camiseta verde de los Boston Celtics, pelo afro sujeto con una cinta, ultima sus abdominales antes de jugar. Tiene 30 años y llegó a España hace 16. “El que no practica deporte, ni estudia, ni trabaja, ni hace nada, acaba metido en eso”, cuenta. Él tiene una empresa de servicio de comida y cachimbas. “Cuando yo iba al instituto viví en Marqués de Vadillo y Carpetana y de camino a clase a veces me paraban, porque me veían dominicano y me preguntaban a qué banda pertenecía. A veces aparecía alguien que me conocía y decía que no, que yo no estaba en eso. Pero mi madre y yo nos preguntábamos: ‘¿Qué pasa, que no es seguro ir al instituto?”. Lo cuenta rápido porque tiene que volver a la cancha. “Todo lo demás no existe cuando juego a baloncesto”, dice con acento madrileño, para cambiar al isleño cuando se relaciona con el resto de jugadores.
Alrededor de la pista se acumulan las sudaderas de los jugadores, también hay una silla plegable y algunas latas de cerveza. Nada de comida, a pesar de que están en ella hasta que cae el sol. “Cuando estamos aquí, se nos olvida hasta comer”, dicen. Por el altavoz suena bachata, hip hop y reguetón. Mientras el meollo de la jugada está en el otro campo, otros aprovechan para hacer tiros en la otra canasta.
El baloncesto tiene adeptos, pero la verdadera pasión de los dominicanos es el béisbol. También existe una liga de este deporte desde hace años, con medio centenar de clubes de diferentes puntos de España. Hay más allí donde existen más emigrantes de la isla, y solo en Madrid hay una veintena de equipos. Wilbin Alexander fue el primer presidente de la liga y además es dueño de la empresa que suministra las llamativas equipaciones a los jugadores. Pero también es padre de cuatro hijos que se encuentran entre la niñez y la adolescencia. “Yo traje a mis dos primeros niños de Dominicana con 6 y 12 años y muchos los tenemos que dejar solos en casa porque no tienes familia aquí y empiezan a hacer cosas que tú no controlas. Yo lo enfrenté hablando con mis hijos de lo que son las bandas, enseñándoles a trabajar, pero debemos juntarnos y buscar soluciones generales”, reconoce.
El campo es un manto de tierra con algunas motas de césped aquí y allá. Para ellos esto es el paraíso. Donde desconectan los fines de semana. También aquí suena bachata por los altavoces. Una bandera de República Dominicana ondea atada entre dos árboles, junto a otra española. Unos juegan, otros dan indicaciones y anotan los puntos en una libreta, y otros tantos charlan y comentan el partido y la semana sentados en hamacas. Todos enfundados, eso sí, en uniformes de béisbol que estilizan a unos más que a otros. De fondo, sobresale la figura del Wanda Metropolitano. Hace ya unos años que hablaron con varias juntas de distrito para que acondicionaran mínimamente estos terrenos sin uso y se convirtieran en espacios seguros para jugar.
Álex, de 33 años, recuerda que cuando llegó a España no sabía ni andar por las calles sin perderse “porque aquí todos los edificios son iguales”. Aterrizó en Madrid con 15 años para volver a vivir con su madre, que había venido unos años antes a trabajar. “Fue un poco raro porque yo tenía seis años cuando se fue, pero bueno, es mi mamá”, rememora.
Él jugaba de forma semiprofesional en su país de origen en una escuela de béisbol, no conocía otra cosa en la vida y daba por hecho que iba a dedicarse a eso toda la vida. “Allá lo único que tienes para salir del bache es la música o el deporte”, sentencia. En España llegó a jugar en algún equipo profesional e incluso cobrar alguna dieta, pero no duró mucho. Ahora él también es padre de un hijo: “Es gracioso porque ve muchas cosas de los dominicanos en la tele y yo le tengo que explicar que no todos somos así”. Se acerca otro, que pide que no salga su nombre por no meter en líos a su familia. “Mi primo estuvo en la cárcel. Cuando llegó la policía a detenerlo, mi tío no se lo podía creer. Y ya en prisión le decía mi familia que dónde estaban sus amigos que no iban a verle”, resume.
Acaba uno de los partidos del día, luego vendrán otros. Ambos equipos se juntan en sendos círculos y después forman dos filas para chocarse la mano. Son solo dominicanos que sí que juegan.
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