El madrileñismo de Pedro Salinas
El poeta, miembro de la generación del 27, dejó su huella en la capital, escenario de algunas de las etapas más importantes de su vida antes del estallar de la Guerra Civil
“Yo cuando me siento contento, no me siento sino madrileño”, afirmó Pedro Salinas. El mayor de edad de la generación del 27, el poeta del amor, nació en 1891, hace 130 años, en una de las calles más castizas de Madrid: la calle Toledo, número 41. El edificio, demolido hace muchos años, se ubicaba junto a la iglesia de San Isidro. Salinas siempre recordaría aquella calle como una de las más populares, animadas y comerciales de la ciudad, y no obstante sombría: “Muchas veces he mirado por esos cristales un cielo que apenas podía ver, y que yo deseaba. Luego los soportales son tristes, y caminando bajo ellos parece como que no se va por la calle. Yo veía desde el balcón la Plaza Mayor, y recordaba que ahí habían quemado a la gente”.
En la misma calle Toledo se encontraba el Colegio Hispano-Francés, donde fue matriculado en 1897. Un año más tarde, se produjo el desastre nacional del 98: la pérdida de las últimas colonias en América. También la llegada de los tranvías eléctricos a Madrid, que sustituyeron a los antiguos tirados por mulas. En 1899, un nuevo desastre, esta vez en el ámbito familiar: la muerte del padre, Pedro Salinas Elmas, que regentaba una mercería en la calle Esparteros. Su viuda, Soledad Serrano, vendió el negocio y pudo comprar, ayudada por su hermano Manolo, un edificio de cinco pisos en la calle Don Pedro, número 6. El tío Manolo, que residía en el piso de abajo, era un intelectual y contaba con una amplia biblioteca que resultaba un gran atractivo para el joven Pedro, quien solía bajar después de comer para tomar café y comentar lecturas.
La calle Don Pedro, que debe su nombre a don Pedro Hurtado de Mendoza y Toledo, marqués de Villafranca, se extiende desde Bailén hasta la Plaza de los Carros. Muy cerca del número 6 se encuentra la Plaza de San Andrés, con la antiquísima iglesia del mismo nombre, situada en el corazón de la antigua Morería madrileña. Aquella zona era la más céntrica de la ciudad. Salinas recordaría sus visitas infantiles a lugares muy cercanos, como la Plaza de Oriente o la Plaza Mayor, plagada de atractivas jugueterías ante cuyos escaparates se quedaba hechizado.
En 1903, ingresó en el Instituto Nacional de Segunda Enseñanza San Isidro (Toledo, 39), que desde 1845 se ubica en la antigua sede del Colegio Imperial y los Reales Estudios de San Isidro y hoy pertenece a la red de institutos públicos dependientes de la Consejería de Estudios de la Comunidad de Madrid. Allí estudiarían muchas figuras notables como Pío Baroja, Antonio Machado o incluso el célebre bandolero Luis Candelas. Pedro Salinas fue un alumno ejemplar y, cuando terminó sus estudios de Bachillerato en Artes en 1908, lo hizo con sendos sobresalientes en Letras y Ciencias. Después, se matriculó en Derecho en la Universidad Central y en Filosofía y Letras, sección de Historia. Se licenció en ambas carreras, contribuyendo a crear su posterior fama de “poeta académico”.
En aquella época era un muchacho sensible, rubicundo, alto y desgarbado, que no mostraba a casi nadie sus poemas por timidez. Los primeros los publicó en 1911 en la revista Prometeo. Frecuentaba el Ateneo ―situado ya en la calle del Prado, 21―, donde fue nombrado secretario de la Sección de Literatura. En 1914 consiguió un puesto de lector de español en la universidad de La Sorbona, en París. Un año más tarde, se casó con Margarita Bonmatí. Vivieron en París hasta 1917 y, en 1918, se trasladaron a Sevilla, en cuya Universidad Salinas impartió clases hasta 1928.
Madrileñismo barato
Durante esos años, continuó cultivando inconscientemente su proverbial “madrileñismo”: aquella gracia castiza que lo conduciría a escribir poemas como Un viejo chulo la dijo —con laísmo incluido―, que tanto impresionarían a algunos contemporáneos. Sin embargo, por entonces se mostraba bastante crítico respecto a lo que llamaba “el madrileñismo barato”. Escribió: “El señorito de Madrid es el ser más incomprensible de la tierra; no es nada y lo aparenta todo; no tiene dinero ni talento y sin embargo, se diría que es rico y tiene ingenio […]. Madrid es una población especial y yo creo que habrá pocas iguales en una capital de provincia grande, que se da humos de ciudad y no lo es. Hay mucha gente que pasea y habla. Poca que trabaja”. Lo que le gustaba de los madrileños es que poseían, según él, “cierta ingenuidad, una felicidad básica”.
Regresó a la ciudad en 1930 con su esposa Margarita y dos hijos: Jaime y Solita. En Madrid, se encargó de dirigir la Escuela de Verano para estudiantes extranjeros del Centro de Estudios Históricos y también el Patronato de Turismo. Más adelante, ejerció también en la Escuela de Idiomas. Vivía con su familia en Príncipe de Vergara, 76, en pleno distrito de Salamanca. Ya era un escritor y académico reconocido, además de un padre entregado. Sus hijos recordarían una cierta sobreprotección y las divertidas visitas al Circo Price, antiguamente situado en la Plaza del Rey. Nadie esperaba que en la Universidad de Verano de Santander ―en cuya creación tuvo un papel fundamental― conociera a la alumna que se convertiría en su gran y prohibida pasión. Katherine Reding, la amante que inspiró su trilogía amorosa poética: La voz a ti debida, Razón de amor y Largo lamento.
El golpe de Estado de 1936 lo sorprendió en Santander, por lo que no pudo despedirse de Madrid ni rescatar su biblioteca antes de partir al exilio, donde fallecería en 1951, hace 70 años. Su piso fue ocupado por sucesivas familias de evacuados, hasta que en 1938 un miliciano gestionó el traslado de dichos fondos bibliográficos a la Biblioteca Nacional. Este año, la Comunidad de Madrid los reunió en la exposición Salinas recuperado. Una pasión sublime (1951-2021).
En sus memorias, el poeta Rafael Alberti cuenta: “A pesar de París, de Cambridge o de Nueva York, Salinas seguía siendo muy madrileño, brotándole en su charla […] geranios reventones, chulapas, gracias verbeneras, garbosos decires refrescados de azucarillo y aguardiente”. Un madrileñismo que crecería desde la añoranza, en el exilio.
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