Martín
Pasando en coche hace poco nos fijamos en que ha cerrado, como tantos otros negocios en los barrios, y quería compartir con vosotros, lo dulce de él, que nos queda
Cerca de mi casa había un local color naranja. Al principio, cuando estaban en obras, todos en el barrio pensamos que sería una casa de apuestas, porque por alguna razón que desconozco muchos tenemos el naranja en la cabeza como el color de las casas de apuestas. Cosas del marketing.
A las dos semanas, vimos que había mesas y sillas dentro y que el local era pequeño, así que probablemente sería un bar.
Una semana después pusieron el letrero y resultó ser una pastelería-cafetería. Me tocaría bordear todos los días al llegar a casa, porque ya la primera semana el olorcito de los bollos me atrapó desde la estación.
A través de la cristalera se podía ver a tres personas, un señor de unos cincuenta años, una señora de aproximadamente la misma edad y una chica visiblemente más joven, que yo decidí que era la hija de ambos.
Lo que más me gustaba de aquel local, es que las mesas estaban siempre ocupadas por familias, abuelos con nietos, padres con hijos o todos juntos.
Dentro, sentadas, el clásico grupito de amigas ya jubiladas que quedan para tomar su cafecito de media tarde y a las que yo aspiro parecerme algún día.
Cojo al maridito, al bebé y entramos.
Mi hijo era un recién nacido y no le faltaron bromas y carantoñas. Yo recibo un halago, le estrecha la mano a mi marido, a mí también (este tío sabe).
En el local no hay televisión. Martín, que así se llama, nos explica que no le gusta, que le gusta que en “su casa” la gente vaya a “conversar”, “conversar” repite, acentuando la palabra con un gesto de sus manos. Es uruguayo Martín y cuando dice “conversar” con su lindo acento, la palabra suena de otro modo, como más real, más presente.
Una de las tertulianas de la mesa de al lado acaba de enviudar, no estoy poniendo la oreja, lo juro, pero se oye todo y se aprecia que la señora necesita escucharse aliviar todo ese pesar. Sus amigas la animan y le advierten de que no se le ocurra abandonar las quedadas pal’ café. ¡Que suerte tenerlas! Pienso pa’ mí.
Martín nos explica que la jovencita (la coge de la mano) es su hija, y que de vez en cuando les echa una mano, sin descuidar sus estudios, que aunque lo suyo siempre ha sido el negocio, espera que ella consiga trabajar en lo que quiera, lo que le guste.
¿Y esto que es? Le pregunto.
Alfajores, contesta. Me entrega un alfajor, trato de pagar, no me lo permite.
“Vuelvan”, me dice con una sonrisa.
Y volvimos. Muchas veces. Con familiares y amigos, siempre con un “bienvenidos” y tu nombre, porque Martín tenía una mente prodigiosa para tratarte bien.
Pasando en coche hace poco nos fijamos en que Martín ha cerrado, como tantos otros negocios en los barrios. Y quería compartir con vosotros, lo dulce de él, que nos queda.
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