Una cuestión de civismo
Para conocer el grado de respeto ciudadano al que ha llegado un país no tenemos más que mirar sus políticas de migración
Fue la primera dama Pat Nixon quien en 1971 inauguró el llamado parque de la amistad. Se trataba de un espacio abierto al final de la valla fronteriza entre Estados Unidos y México donde las familias divididas en miembros migrantes y miembros no migrantes podía volver a abrazarse a pesar de que cada uno vivía en un país distinto. En 1994, cuenta Suketu Mehta en el libro Esta tierra es nuestra tierra (Literatura Random House), Clinton decidió cerrar el parque y plantar en mitad de esa tierra de nadie enormes bolardos de acero de tres metros de altura. Las familias podían seguir viéndose pero solo entre las ranuras. Podrían seguir tocándose pero ya no volverían a abrazarse.
Posteriormente, Obama decidió cerrar del todo el parque de la amistad y colocó una segunda valla detrás de la primera. A raíz de las protestas, el parque fue reabierto en 2012 pero con una gruesa malla metálica doble. Se habían acabado los abrazos, se había acabado la posibilidad de tocar a alguien a quien querías. Ahora, la malla es tan tupida que si una madre quiere tocar a su hijo, cada uno debe introducir un dedo entre el tejido metálico y estirarlos hasta que consigan rozarse las puntas. Lo llaman “el baile de los dedos” o “el beso del meñique”. En mi cabeza solo puedo denominarlo crueldad.
Para conocer el grado de civismo al que ha llegado un país no tenemos más que mirar sus políticas de migración. No tenemos más que observar si acoge, integra, tolera o deporta. El número de CIEs abiertos; las condiciones para lograr un permiso de residencia o la nacionalidad; las paradas aleatorias en mitad de la calle para pedirle a alguien los documentos o preguntarle si lleva droga.
Serigne Mbayé, el portavoz del Sindicato de Manteros fichado para la lista de Pablo Iglesias por Madrid, cuenta que en el metro lleva las manos donde todo el mundo las pueda ver para que la gente no piense que está robando. Mbayé nació en Senegal y llegó a España haciendo el mismo periplo en patera que hacen casi a diario decenas de personas que creen que Europa es sinónimo de un futuro mejor. Forma parte de la misma estirpe de hombres que se lanzaron a un mar cuyo fondo está lleno de cadáveres. Desciende de la misma esperanza de esas madres que suben a sus hijos a un tren al que llaman ‘La Bestia’ y se despiden de ellos habiendo elegido entre un riesgo mortal y la erteza de que quedarse es igual a muerte. Prefieren correr el riesgo aunque no los vayan a volver nunca o aunque solo vuelvan a tocarse los meñiques.
Así que cuando Vox se mofa de que Mbayé vaya en una lista política y le amenaza con la deportación, en un claro salto mortal de ignorancia porque Mbayé ya tiene pasaporte español, a mí se me vienen dos ideas a la cabeza. La primera: no puedes pedirle al lobo que actúe como una oveja. La segunda: ay, qué grave es la carencia de civismo.
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