De museos
En el fin del mundo, Madrid seguirá cotizándose muy alto entre los mejores destinos para, ¿celebrar la vida? Ya saben: libertad o… lo que sea
En el apocalipsis no habrá bolsos de lujo. Ni chaquetas de tweed de Chanel. Ni faldas de la temporada primavera verano de MaxMara. Si acaso, algún pintalabios prescindible y unas bragas de encaje chabacano de Victoria’s Secret. Solo hay que ir hasta Madrid Barajas Adolfo Suárez para darse cuenta de que a nadie le importará que se te raye la esfera del Rolex si el mundo se está acabando. Porque, en el apocalipsis, no sale demasiado rentable mantener las tiendas abiertas ahora que también el lujo se puede encargar por internet.
En el fin del mundo seguirá habiendo rusos con chanclas, alemanes a punto de ser diagnosticados con un melanoma y franceses con finos jerseys chics y zapatillas. Estarán todos sentados, separados por apenas un asiento y varios años de democracia, tomando cocacolas con las gafas de sol puestas ocultando una mirada que todavía sigue de resaca o superando el síndrome de Stendhal después de ver el Guernica y las Meninas. Todos harán fila con sus maletas ligeras de polipropileno tamaño cabina ante la puerta de embarque que les devolverá a casa tras unos días en el mayor feudo liberal de Europa. Porque en el fin del mundo, Madrid seguirá cotizándose muy alto entre los mejores destinos para, ¿celebrar la vida? Ya saben: libertad o… lo que sea.
Imagino los folletos informativos de las agencias turísticas: ¿Tu país te ha cerrado todos los bares? Y de pronto, la palabra ‘Madrid’ entre arcoíris y estrellas.
Reconozco que llevaba más de una semana nerviosa, como una niña a punto de cumplir años, solo porque iba a volver a subir a un avión tras más de un año. Fantaseaba con mi entrada triunfal entre las altas vigas amarillas de la T4. En mi maleta de mano llevaba tres cosas y una bolsita transparente para las cremas, no me vayan a echar la bronca en el control de seguridad por pasarme de los 100 mililitros establecidos. Como si ahora al viajar lo peligroso fuera llevar un bote de champú. Pensaba que volver a reencontrarme con el aeropuerto sentiría la emoción que se siente siempre antes de un viaje, aunque fuera un viaje por trabajo. El impacto de lo que vi fue tan grande que todavía sigo asimilándolo. Un aeropuerto lleno de turistas ojerosos, exudando cansancio tras la mascarilla. Porque resulta que toda Europa está confinada pero se puede hacer turismo a España. Porque resulta que un holandés, un austríaco, un belga puede venir a las playas del Levante pero un extremeño no puede ir a casa de sus padres si vive en Madrid.
Me imagino los folletos informativos de las agencias turísticas: ¿No sabes dónde ir en mitad de una pandemia? ¿Tu país te ha cerrado todos los bares? ¿Llevas meses sin quedar con tus amigos por culpa de las restricciones y para evitar contagios? Y de pronto, la palabra ‘Madrid’ entre arcoíris y estrellas. El destino final. La juerga de tu vida. Dentro de nada se ofertarán paquetes turísticos con todo incluido. Cerveza más bravas más test de antígenos. Ponga usted el precio. Y por supuesto, no se olvide de los museos. Han venido a culturizarse, y lo demás les da igual.
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