Entrar en calor
Vivo desde hace unos días como anestesiada. Las cosas ocurren pero no me sorprenden
No sé si es la astenia, la fatiga, la pandemia, las horas trabajadas en un trabajo que alimenta o las horas robadas al descanso para un trabajo sin el que me muero de pena. No sé qué clase de conjunción estelar, qué influjos del horóscopo, qué fases de la luna, como si esa gran bola de roca fría y magullada como la cara de un adolescente por el acné, tuviera algún tipo de efecto mágico en mí. No sé a qué tengo que echarle la culpa en esta columna, si a Vox, o si a la corrupción de Génova, o si al exceso de ego de Iglesias, o si a la cada vez mayor invisibilidad de Sánchez. O quizá, a la desintegración de Ciudadanos, vaya usted a saber si no ha sido eso lo que ha provocado en mí tristeza, cansancio, sueño, la sensación de que los brazos me pesan como un jersey de lana mojada. La cabeza embotada. Las ojeras que ya no se disimulan ni con el maquillaje o que ya me da pereza disimular.
El caso es que vivo desde hace unos días como anestesiada. Las cosas ocurren pero no me sorprenden. Las noticias fluyen en un torrente bruto al que yo observo sin ganas de entrar a mojarme en esa agua que sospecho ponzoñosa. El mundo se mueve pero yo intento quedarme quieta como si pudiera luchar contra la física con metáforas. Y una mañana, abro los ojos porque me ha despertado un ruido que me desorienta. ¿Qué ha sido eso? ¿De dónde viene? Me lleva un tiempo reconocer que lo que me ha despertado no es más que el canto limpio y puro de un pájaro. Un gorjeo o trino o arrullo o cantaleo, no sé lo qué es porque mis conocimientos en cuanto a la ornitología son escasos, es decir, lo máximo que sé es diferenciar a una tórtola de una paloma y desconozco qué pájaros han decidido anidar en los barrios de Madrid ni por qué iban a preferir el ladrillo a la libertad del campo. Esa última frase me la aplico también a mí.
La cuestión es que de pronto descubro que es primavera y que Madrid tiene una gran cantidad de cerezos japoneses en flor, plataneros brotando y cipreses soltando esporas a una velocidad comparable al goteo alérgico de mi nariz. Quién iba a decirnos que un árbol de cementerio también querría reproducirse con tanta alegría. Descubro que la ciudad entera se despereza tras el invierno y me sorprendo. De pronto veo a señoras octogenarias tomando café a las cinco de la tarde en las terrazas y caigo en la cuenta de que llevaba un año sin verlas. Y caigo en la cuenta de que el florecimiento de la ciudad me sorprende porque el año pasado, por estas fechas, estaba confinada en una buhardilla con ventanas que daban al cielo pero no a la calle. Y el año anterior ni siquiera vivía aquí. De ahí el cansancio, de ahí la fatiga: cuesta mucho entrar en calor si el invierno ha durado más de 12 meses.
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