Los ladrillos tapian las viviendas que quedan libres en la casa de Robert Capa
Tras la salida de las primeras familias realojadas, el Ayuntamiento trata de impedir que sea ocupado el inmueble vallecano que captó el fotógrafo en 1936
Ya con las llaves del piso en el que va a ser realojada y firmada la documentación, Loubna rompe a llorar. Sus tres hijos están en el colegio y todas sus pertenencias ya cargadas en una furgoneta. Después de vivir el último lustro en algo más de una veintena de metros, este viernes se despide de su casa en la calle de Peironcely, número 10, en el barrio vallecano de Entrevías. El difícil divorcio, las denuncias y estar protegida por una orden de alejamiento no han sido fáciles. “Estoy feliz. No sé cómo explicarlo”, señala mientras pelea con la televisión, que se resiste a dejar la pared. El último tesoro que aparece detrás de unos muebles que no se lleva es una foto en la que aparecen los cuatro. Se agacha y se detiene unos segundos a observarla mientras la acaricia antes de meterla con el resto de cosas. Su familia es una de las primeras que deja libre la casa que fotografió el reportero Robert Capa en el otoño de 1936 durante los bombardeos sobre la capital. El inmueble ha sido expropiado por el Ayuntamiento por 870.000 euros. A medida que salen las familias, unos obreros van tapiando con ladrillos de inmediato puerta y ventanas. Mientras se decide qué uso tendrá el edificio, hay que evitar que sea ocupado.
La mañana de mudanzas trae ambiente de inventario estacional al portal. Hay movimiento de muebles, de maletas, de cajas, de bolsas. Y de recuerdos, de memoria, de historia. No se trata de un realojo cualquiera. “Soy rumana. Bueno, no soy rumana, soy gitana”. Criada desde jovencita en Andalucía, Ljubica es un torbellino de idas y venidas cargando bolsas. Esta mujer de 36 años es para los vecinos Rubí, un apodo que facilita el camino en España al nombre con el que figura en la documentación y que las empleadas de la Empresa Municipal de la Vivienda y Suelo (EMVS) no atinan a pronunciar. Ella es la primera que deja Peironcely, 10, adonde llegó en 2013. A las 10.26 horas es el intercambio de llaves. Rubí recoge las de su nuevo piso en la calle de Sierra Toledana, al tiempo que entrega las suyas. “Ya puedes irte a tu casa”, le dice la trabajadora municipal, al comprobar que ha estampado su firma en el papel. “Es un sueño hecho realidad”, responde Ljubica.
Revolotean alrededor, ajenas a la burocracia, sus dos hijas pequeñas —tiene otra de 21 años que no vive ya con ella—. En la puerta del inmueble, Alba, de nueve años, le da, protectora, la mano a Rubí, de cinco. Están rodeadas de todo lo que se lleva la familia. La escena ocurre justo en el sitio en que Capa fotografió en plena guerra a otros niños de edad similar. Una imagen que es la causante de que este edificio vaya a ser salvado y destinado a uso cultural. “Mami, ¿cuándo nos vamos?”, presiona nerviosa la más pequeña. Su madre le acaricia la cabeza para poner sosiego en medio del caos de bolsas, instantes antes de que llegue la furgoneta. Han tenido especial cuidado en acomodar en cajas las plantas para que sobrevivan al corto viaje. Muchas son pequeños cactus. “Son mis preferidos”, aclara Ljubica. “Cuidado, no te pinches”, advierte a una de sus hijas. “Ellas son lo más grande que tengo”.
Si el atajo para dirigirse a la rumana es Rubí, la marroquí Loubna ha acabado siendo Luna. “¡Lunitaaaaaa!”, la reclaman a gritos en pleno follón desde la calle. A ambas el realojo las pilla sin trabajo y viviendo de la renta mínima. Loubna ha trabajado de camarera de piso, de ayudante de cocina, de limpiadora… Pero la frontera del paro la marca su tercer embarazo, hace cinco años. Desde entonces, nada.
Estas son las primeras dos mudanzas de las 14 familias que viven en otras tantas infraviviendas de Peironcely, 10. Ante la presencia de un vigilante de seguridad, el ruido del motor de la hormigonera arranca una nueva etapa. En minutos, el trajín de obreros, ladrillos y cemento se traduce en un muro que deja inaccesible la casa de Ljubica. Ella, sin sentimentalismos, sigue pendiente de la lavadora, los bultos, los cactus y sus niñas: “Estamos en una nube”.
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