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Heridas silenciosas de la explosión de la calle de Toledo

Los vecinos del edificio de al lado de la parroquia que saltó por los aires hace un mes siguen sin haber recuperado su vida

Lola López-Bravo (derecha), en compañía de su vecina Irene Zoller, muestra el salón de su casa arreglado solo en parte tras la explosión
Lola López-Bravo (derecha), en compañía de su vecina Irene Zoller, muestra el salón de su casa arreglado solo en parte tras la explosiónLuis de Vega

En la calle de Toledo de Madrid están cicatrizando antes los edificios que los vecinos. Instantes antes de las tres de la tarde del 20 de enero, un zambombazo hizo saltar casi todo por los aires. Matías, de seis años, estaba comiendo en ese momento en el salón de su casa y se abrazó a su madre, Lola López-Bravo, aunque ella solo recuerda al niño gritando: “¡Mamá, nos hemos muerto!”. Evidentemente, no. Estaban aturdidos, pero enteros. Al menos, por fuera. El que sí había salido volando por los aires con su pecera era Dorado 2. Matías se acababa de quedar sin mascota. Lola trata todavía de aplacar su inquietud y le ha contado que, tras la explosión, el pececillo logró llegar hasta Madrid Río. El niño no da por buena la versión materna. En realidad, Dorado 2 sí que está en ese parque, pero enterrado. Las heridas que dejó la explosión del edificio parroquial justo en el número contiguo de la calle, el 102, son internas, silenciosas y de las que quitan el sueño. Los vecinos calman su ansiedad como pueden. Sin las ayudas psicológicas prometidas por el Ayuntamiento y, muchos, sin poder volver a sus casas.

Minutos después de la explosión, una reportera de EL PAÍS recogió con su cámara el momento en el que Matías y Lola salían a la carrera aquella tarde en medio de la polvareda. Un bombero de paisano aupó en brazos al niño hasta que pasaron al otro lado del cordón de seguridad. Más de un mes después de esa explosión de gas, que causó la muerte a cuatro personas, muchos vecinos de ese bloque de 12 viviendas y dos locales siguen sin poder abrir la puerta de sus casas, con más o menos desperfectos, y sin normalizar su vida. Una juez archivó el miércoles la causa al considerar los hechos como algo fortuito.

Lola López-Bravo (con botas de agua) se aleja del lugar de la explosión mientras un bombero de paisano lleva en brazos a su hijo Matías.
Lola López-Bravo (con botas de agua) se aleja del lugar de la explosión mientras un bombero de paisano lleva en brazos a su hijo Matías.INMA FLORES (EL PAÍS)

Hay heridas psicológicas que llevarán más tiempo. Lola, guía turística en paro desde hace casi 14 meses, vive hecha un lío en un piso turístico mientras trata de recuperar el sueño. A ella le han facilitado una psicóloga desde los Servicios Sociales. No sabe, en cambio, cómo reaccionará su hijo cuando logren regresar a una casa donde todavía no se han evaluado del todo los daños. No habla de lo ocurrido delante de él ni ha vuelto a subirlo a casa. En el colegio le han dicho que ya no es el niño sonriente ni aplicado de antes del accidente. Se queda pensando en las musarañas, embobado, triste, y le cuesta realizar tareas que antes le resultaban sencillas. “La orientadora del colegio me dice que lo lleve a un psicólogo infantil, pero la pediatra me dice que es normal, que no le hable del tema y que lo deje correr”, se queja la madre. Ante la barbaridad que le supuso ese consejo, siguió el de la orientadora y pidió cita a través de la sanidad pública: el 26 de junio. “Me dijeron que había mucha gente demandándolo… Pero ¿a todo el mundo se le ha caído encima la casa con seis años?”, se pregunta Lola, incrédula

El delegado de Desarrollo Urbano del Ayuntamiento, Mariano Fuentes (Ciudadanos), anunció el 27 de enero, una semana después del siniestro, que los vecinos podían ya regresar a sus viviendas, pues los técnicos garantizaban la habitabilidad y la seguridad. “Si hay gas y agua y el techo no se cae, para delante”, explica Paula, de 30 años, vecina del segundo, que tuvo que salir disparada con sus dos perros. Pero hay pisos en los que no se puede vivir. Las grietas han ido haciéndose visibles en las paredes, los pisos se han inundado por las lluvias que llegaron después y los destrozos que ocasionó la onda expansiva siguen ahí, a la espera de que los seguros se pongan manos a la obra. “Y ahora que han dicho que fue un accidente, ¿a quién reclamarán entonces?”, se pregunta Irene Zoller, de 29 años, propietaria desde hace unos meses de una de las buhardillas del edificio. Desde la ventana que da al tejado, Irene mira a los trabajadores asegurando el tejado cada día, y le resulta imposible volver a una casa que había empezado a amueblarse. “Me he ido al sofá de mi madre mientras tanto y estoy yendo al psicólogo privado porque todavía no se me ha olvidado lo que viví”, cuenta esta paisajista, que aquel día había llegado a casa de trabajar, se puso cómoda para comer y bajó en estado de conmoción a la calle, en pijama y pensando que la casa, recién comprada, se le había caído encima. Su madre, sanitaria, espera que el seguro del hogar se haga cargo del tratamiento psicológico, pero la letra pequeña no lo deja claro y, por tanto, les han dicho que en principio no será así.

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Irene Zoller habla por la ventana de su buhardilla con uno de los obreros que repara el tejado de su edificio.
Irene Zoller habla por la ventana de su buhardilla con uno de los obreros que repara el tejado de su edificio.Luis de Vega

Sin noticias

La realidad es que, cinco semanas después, empiezan a estar desesperados. En el piso de Lola, en el quinto, se ha hecho una faena de aliño con la retirada de los cascotes, pero las grietas serpentean por las paredes y el techo del salón desconchado muestra las tripas de vigas de madera de un edificio levantado hace un siglo. El agua de la lluvia, además, se ha estado filtrando a través del tejado. Los vecinos se sienten desamparados en medio de la burocracia. Y se han enterado de los avances de la zona y de su edificio por la prensa.

“El delegado lo único que hizo fue preocuparse por la situación. Informó de cuándo podían entrar en sus casas, una vez revisadas por los técnicos, pero en ningún caso que estuvieran arregladas”, dice una portavoz del Área de Urbanismo del Ayuntamiento, que insiste, además, en que la comunicación con los vecinos “se establece a través del distrito y los técnicos han estado coordinados”. Pero nada más lejos de la realidad. Los vecinos han estado llamando al número de teléfono de la persona encargada de informarles de su distrito, el de Centro, y nunca les descolgaron el teléfono.

“Hemos pedido que el Ayuntamiento de Madrid cumpla con sus obligaciones, que son todas aquellas que vienen derivadas de las actuaciones inmediatas producidas por la explosión y, al mismo tiempo, que acompañen, que asesoren y que informen a los vecinos tanto desde la Junta Municipal de Centro como desde el área de Desarrollo Urbano”, pide la concejal socialista Mercedes González, que ve que se ha producido un fallo garrafal con estas víctimas del accidente.

La calle se ha abierto al tráfico y los rastros de la explosión van desapareciendo. La vida ante el exterior vuelve a la normalidad. De puertas adentro, las heridas están lejos de cicatrizar.

Un grupo de residentes unido ahora en un grupo de wasap

Casi nadie se conocía en el edificio del número 102 de la calle de Toledo y ahora saben lo que significa vivir en una comunidad de vecinos. Es la parte buena de una desgracia como esta. Poco después de la explosión, algunos se reunieron en un bar de la zona, expectantes por recibir noticias, incluso por saber si podrían volver más o menos pronto a recoger lo más esencial para el día a día. “Yo salí del piso sin saber cómo estaba realmente”, dice Lola, que es propietaria desde hace más de una década, desde la época en que era soltera y todavía no había tenido a su hijo Matías.

Empezaron a fijarse en las caras de los demás, a escuchar sus relatos, a entender lo que les pasaba y a hacer piña. Crearon, acto seguido, un grupo de wasap y entre todos se organizan para llamar al seguro del edificio y saber cuándo tendrán el tejado listo o las ventanas de cristal de los descansillos repuestas.

La peor parte se la llevó Julio, un joven inquilino que vivía en la buhardilla que está junto a la Irene. Estaba sentado en la mesa y el techo sobre la cama acabó completamente esparcido por la vivienda. Su cara era poema, recuerda su vecina, que cuenta cómo, tras la explosión, empezaron a salir todos a los pasillos, desencajados, sin saber muy bien qué les había pasado.

Paula, del segundo, enseña todavía alucinada la primera fotografía que realizó. La hizo nada más salir al balcón para ver qué había pasado y, cuando levantó la vista, se vio metida en una película de guerra. “De repente me puse a llorar”, recuerda.

Los vecinos, al final, reclaman respuestas para continuar con sus vidas. Sienten que las autoridades les entendieron durante un día, cuando las cámaras estaban encendidas y, luego, se olvidaron de ellos.

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