Un apartamento en Urano
Nos estamos habituando a almacenar nuestros recuerdos en espacios con poco latido y muchos megas
En 1993 recibía cartas de Guinea Ecuatorial.
“Mi querida Asaari” comenzaban.
“Espero que esta carta os halle bien de salud”.
Con ese español de Lope de Vega que por unos instantes acortaba las distancias.
Mi padre me pedía que fuera aplicada en clase, mi madre que me portara bien…
Para acabar con un “te extrañamos y te auguramos un exitoso porvenir”.
A los 15 años, Rocío me dejaba notas en el cajón del instituto.
“xoxo, ¿Te vienes a mi casa después de clase?
O “U & me, 4ever”
Siempre ha tenido algo de poeta.
Con 17, tuve un amigo por correspondencia. O más arcaico aún. Un romance epistolar.
En aquél entonces no todo el mundo podía permitirse un móvil Motorola tamaño ladrillo con mochila transportable. Si llevabas el móvil en un bolsillo y el discman en el otro se te caían los pantalones. Y obviamente no existía WhatsApp, por lo que la forma de comunicarse era algo más rudimentaria.
El sobre llegaba a mi casa todas las semanas con su sello y algún corazón dibujado a mano junto a mi nombre. Las cartas que yo le enviaba de vuelta iban adornadas con besos de carmín rojo, después me embadurnaba las manos con mi colonia para plasmarlas en el sobre y que recibiera mis palabras con mis labios y mi olor.
¡Todo muy cursi!
Y un día sin más, cesaron las cartas y llegó el Messenger, luego los mensajes de texto, el WhatsApp, Instagram, los DM y un millón de canales más para seguir desconectados.
Hace poco, haciendo limpieza en casa de mis padres, mamá encontró una carta de amor que le escribió papá hace unos 20 años.
”Hazle una foto con el móvil y la tiras”, le contesté bromeando.
Nos estamos habituando a almacenar nuestros recuerdos en espacios con poco latido y muchos megas.
Pero hace un mes me regalaron un libro, Un apartamento en Urano, de Paul B. Preciado, una elección bien meditada para mí.
Y no solo eso, mi nombre estaba escrito en el envoltorio y me habían dedicado el libro.
Una dedicatoria que ocupaba todo el espacio en blanco que el autor había tenido a bien ceder en la primera página de su libro. En ella me hablaba de la necesidad de estar presente y concreto, algo sobre un chupito de tequila.
Y me fijé en su caligrafía, en su impoluta ortografía, sus mayúsculas y sus minúsculas como bordadas y enraizadas las unas a las otras, como amigas por la calle protegiéndose del frío. Me pregunté qué diría una calígrafa de esa “a” que se posa sobre el rabillo que abandona, casi a propósito la “R” que la precede.
Me quedé absorta, como en un apartamento en Urano, pensando en lo difícil que era ahora ver la letra así, desnuda. Sin tamaños ni sangrías. En que escribir a mano ya casi era un acto íntimo.
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