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A mi bola
Columna
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Tarjeta roja

Acabar con el racismo supondría desmantelar el ‘statu quo’ y un cambio en las costumbres

El cuarto árbitro, Sebastian Coltescu, se dirigió al camerunés Webó como "el negro" en el partido que enfrentó al PSG contra el Estambul Basaksehir en la Champions el 9 de diciembre de 2020.
El cuarto árbitro, Sebastian Coltescu, se dirigió al camerunés Webó como "el negro" en el partido que enfrentó al PSG contra el Estambul Basaksehir en la Champions el 9 de diciembre de 2020.FRANCK FIFE (AFP)
Asaari Bibang

Cuando comencé a escribir esta columna me prometí que evitaría hablar de racismo. Una semana después, se suspende por primera vez un partido de la UEFA por insultos racistas por parte de un árbitro a un miembro de raza negra del equipo técnico del Istambul Basaksehir y me encuentro en la tesitura de romper mi promesa o serme fiel.

Quiero reflexionar un poco sobre el tema porque ignorar un hecho casi histórico como ese no tendría mucho sentido. Sería como ignorar la caída del muro de Berlín solo por haberme prometido no hablar más de ladrillos. El mundo tolera el racismo. Es así de sencillo.

El racismo se tolera en todos los países del mundo y cuando no es el racismo, es el colorismo, con el fin de perpetuar un sistema en el que unos se sienten por encima de otros. Acabar con el racismo supondría, por lo tanto, desmantelar el statu quo, cambiar las costumbres, el verbo, una forma de hacer las cosas que no es culpa de ese árbitro racista, sino de todos los racistas que se benefician de que todo siga igual, incluidos aquellos que sin dudar sostienen que no lo son.

Sería ideal que el castigo a ese árbitro nos sirviera de revulsivo para darnos cuenta de una vez que el racismo no es un juego.

Pienso que cuando ese árbitro llamó “ese negro” a Pierre Webbó no lo hizo con mayor intención que señalar un rasgo físico. Pero si algo se ha hecho hasta la saciedad a lo largo de la historia racista del mundo es señalar al negro precisamente por ser negro, por lo que, ciertamente, ya no parece tan inocente.

El asunto es, que en un inesperado giro de guion, varias personas destinadas a enfrentarse decidieron unirse en un objetivo común, no limitarse a twittear “no racism” y actuar, tomar las riendas y abandonar esos campos en los que se persigue un balón con más ahínco que la injusticia. Y me alegro. Me alegro.

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El peligro de este caso está en reclamarle a un solo individuo una ejemplaridad que se nos debería exigir a todos. Ese árbitro ha salido perdiendo siguiendo unas reglas que ya estaban escritas cuando él llegó. Pienso en él amparado en esa permisividad, en esa legitimidad, en esa impunidad que permite dirigirse con desprecio a las personas negras parapetándose en el humor o la buena intención.

Si esta situación o similares no nos sirven para crear un debate social, para hacer autocrítica, solo estaremos asistiendo al juicio público de un individuo haciéndole responsable único de un problema estructural que es responsabilidad de todos. No olvidemos los plátanos, insultos, ruidos de mono, homofobia, machismo y un sinfín de actitudes previas a esta situación que se han disculpado con cambios de tema, risas o la euforia de un gol.

Sería ideal que el castigo a ese árbitro nos sirviera de revulsivo para darnos cuenta de una vez que el racismo no es un juego, que nos sirviera para cuestionarnos nuestra propia forma de obrar y de nombrar las cosas.

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