El búnker de los tres millones de euros
En la única parcela vacía de una colonia exclusiva en Aravaca se conserva un fortín de la Guerra Civil
Magnífica parcela de mil metros cuadrados en un alto con vistas al skyline de Madrid. Entre el Monte del Pardo y la Casa de Campo. A tan solo nueve kilómetros del centro de la ciudad. Silenciosa. Ofrece todo lo que un ciudadano necesita en una gran urbe y, además, está perfectamente comunicada con la capital gracias a la autopista A-6. Sus 23.000 habitantes disfrutan de la tranquilidad de un pueblo donde pasear, ir de compras caminando y en bici al centro. Aravaca es un lugar privilegiado. Para especular y para disparar. En un solar idéntico al de este anuncio, a la venta por 1,2 millones de euros en un portal inmobiliario, se conserva impecable un fortín de ametralladoras. Hace ocho décadas, cuando todo esto era campo y guerra civil, estas fincas sin edificar en una de las colonias más exclusivas de Madrid fueron pasto de la primera línea del asedio franquista a la ciudad republicana.
Nada es como antes salvo el horizonte. Hay más torres y menos campo, pero la ciudad se divisa nítida desde la colonia Camarines. Las urracas y los mirlos campan a sus anchas por estas calles sin alma, de vecinos atrincherados en sus casas réplicas de un Frank Lloyd Wright de Aravaca, a tres millones de euros. El cerro dejó de vigilar Madrid para vigilarse a sí mismo, protegiéndose de una amenaza que está por venir. “¿Un búnker? ¿Dónde?”, responde uno de los participantes en un grupo de crossfit de un parque cercano. Solo saben de su existencia las cámaras de vídeo vigilancia que protegen el casoplón de la acera de enfrente, que controlan la calle deshabitada y ese pedazo de pasado ahí, petrificado, desde octubre de 1938.
En este terrón millonario ha quedado congelada la visión que los soldados y mandos franquistas tuvieron de la ciudad hasta marzo de 1939. Las trincheras quedaron fijadas de inmediato ante la inesperada defensa republicana frente a las tropas africanas de Franco, que llegaron desde Extremadura ante la retención de las de Mola, en Guadarrama. Lo correcto habría sido entrar por el norte, por Chamartín, como hicieron los franceses un siglo antes, por donde no hay obstáculos. “Uno se puede hacer idea de lo que pensaban cuando miraban a la ciudad, al fondo. La tienes tan cerca y no la conquistas, frustración. Y sin embargo tenían la sensación de dominarla visualmente desde este alto”, comenta Alfredo González-Ruibal, arqueólogo del CSIC. Cuenta que los sublevados tenían una visión antiurbana, que miraban la gran ciudad como un monstruo corrupto al que había que vencer. También que el dinero ha bunquerizado el acceso al quinto distrito con mayor renta per cápita de España: “Es muy irónico que esta zona tan exclusiva de las clases más altas hoy fuera la posición de ataque de los franquistas, donde los obreros solo pudieron acceder hace ochenta años pero para morir”, añade.
El silencio de la preciosa puesta de sol en la calle Caboalles se ve roto por los golpes secos de los palos al impactar contra la pelota de golf en el hoyo más lejano del Club de Campo y por el estruendo mudo de la carretera de La Coruña. Entonces tenía dos carriles y a sus márgenes se repartían a cada tanto pequeñas villas, que llamaban “hotelitos” del ocio madrileño, que se convirtieron en fortines durante la guerra. Aquí se jugó la resistencia republicana, desde el monte del Pardo, pasando por la Cuesta de las Perdices, el Cerro del Águila y el Cerro de Garabitas (en la Casa de Campo). De aquellos años de artillería y batallas en la espesa niebla de diciembre solo ha quedado la visión desde la que atiborraron de fuego y muerte la ciudad y esta casamata, atrapada en una propiedad privada y rodeada de lujo, tan fuera de contexto como Hrundi V. Bakshi, el mítico personaje de Peter Sellers en El guateque (1968). Su rareza es catalogada en los bienes del patrimonio histórico de la Comunidad de Madrid y por eso está protegida. Es intocable, según la Ley de Patrimonio aprobada en 2013. Quien adquiera esta parcela para construir su casa tendrá que cuidar del fortín como del resto del jardín.
Ruibal estudió hace un par de años las trincheras enfrentadas a este búnker, en la facultad de Psicología, en la Ciudad Universitaria, a algo más de un kilómetro y medio de distancia en línea recta. Allí encontró casquillos de la ametralladora apostada aquí, en este nido de hormigón, abovedado y con tronera para arma automática en el muro frontal. “Es un vestigio material de la historia, por eso debemos conservarlo, porque es un superviviente. Esta zona es donde más fortificaciones hubo y donde no queda nada. El paisaje no ha parado de alterarse y el azar urbanístico ha librado el fortín de la destrucción”, dice Pablo Schnell, arqueólogo e investigador especializado en el cinturón defensivo de la República.
La parcela con restos históricos forma parte de un solar con diez parcelas más. Todas están inscritas en el registro de la propiedad a nombre de la empresa Camartres, cuyo consejero delegado es Juan Rivas Francos, consejero delegado a su vez del grupo logístico de empresas de transporte internacional Suardiaz, que ha preferido no responder a EL PAÍS. De momento, el solar está cubierto de retama y latas de cerveza. El botellón no entiende de barrios. La adolescencia tampoco: dos chavales que aprenden a conducir por estas calles vacías con un coche sin carnet se paran, asoman su cara sin mascarilla por la ventana y piden un cigarrillo. Aunque tuvieran 18, aquí no hay ni un comercio. Solo arquitectura rectangular blanca, muros altos y una memoria invisible.
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