Las vidas varadas de Matías Costa
La primera retrospectiva dedicada al fotógrafo argentino entronca sus retratos de abandono con su propio desgarro personal, como exiliado durante la dictadura de Videla
Resulta imposible disociar las imágenes que el fotógrafo Matías Costa (Argentina, 47 años) ha tomado por todo el mundo con las sensaciones que despierta su desgarro personal. Por eso, la primera retrospectiva de su obra, que puede verse en la Sala Canal de Isabel II hasta el 31 de enero de 2021, comienza relatando su biografía.
Su historia es en cierto modo la de Hijos del vertedero (1995-1997), el retrato de los niños habitantes del gigantesco basurero madrileño de Vademingómez, después de que la especulación inmobiliaria de los años 90 desalojara de su hogar a la comunidad gitana. También la de Zonians (2011-2013), los residentes en la región del Canal de Panamá durante la administración estadounidense. Ese diario del abandono y la orfandad ajena, ese continuo registro de personas y objetos varados a la espera de adaptarse a una nueva realidad, es también el suyo propio.
Un puñado de documentos personales, como fotos de su archivo personal, cartas, pasaportes y libros de familia, configuran esa primera parte de la muestra Matías Costa. SOLO. Son el testimonio de un hecho traumático inicial que sirve de germen para sus inquietudes artísticas. “Mis padres eran militantes de izquierdas durante la dictadura de Videla. Una noche, cuando yo era muy pequeño, entraron en casa y se los llevaron. Pasaron un tiempo en paradero desconocido hasta que terminaron en una cárcel común, como presos políticos”, recuerda el argentino ante sus objetos personales, a punto de exponerse en público.
Durante un año, el matrimonio permaneció encarcelado, hasta que el régimen liberó a su madre, solo para expulsarla del país. El encuentro con ella se produjo prácticamente en la escalerilla de un avión, a la que la mujer y sus dos hijos menores de cinco años, Matías y su hermano Martín, subieron para viajar con destino a España. Algunos de los textos y dibujos que los niños enviaron a la cárcel, con el sello de la censura “colocado con el sadismo suficiente como para aparecer siempre en los puntos más visibles y personales”, pueden verse junto a las cartas que les mantuvieron conectados con su familia y que definieron sus primeros años de exilio.
Integrado desde la niñez con una sociedad española con la que comparte raza e idioma, Costa encuentra en otros la sensación de extrañamiento y desgarro que su familia vivía de puertas para dentro. Esa sensación, confiesa, nunca le ha abandonado. Sus llamados Cuadernos de campo, imágenes y textos escritos a mano que recogen su proceso de trabajo y sus sensaciones personales, vertebran este recorrido cronológico por siete series fotográficas realizadas en los últimos 25 años. Algunas de las páginas originales de estas bitácoras aparecen en él “insertadas como un virus”.
Tanto la selección de imágenes comisariada por Carlos Martín como las cuatro proyecciones visuales que las complementan reflejan el viraje a lo largo de los años de Costa, cofundador del colectivo NoPhoto y ganador del World Press Photo. Del fotoperiodismo y la racionalidad descriptiva de sus inicios pasó a la expresión poética y artística de los últimos tiempos. “Empecé a entender que en esta disciplina lo más importante es lo que no se ve, lo que se sugiere. En ese sentido, la parte periodística en la que me había formado no me permitía desarrollar esa parte de lirismo que necesitaba”, comenta. “Al final, yo no necesito contar las cosas de forma explícita, prefiero que el espectador intuya lo que ocurre sin comprender del todo. Porque es la forma en la que yo vivía mi situación cuando era niño. Para mí, todo era una pesadilla que no entendía muy bien”.
Esa necesidad también le llevó a apostar por vez primera por el color en sus trabajos personales. Abandonó el banco y negro para reflejar el limbo en el que vivía la población china, caminando a la deriva mientras transicionaba del comunismo al capitalismo, en Cuando todos seamos ricos (2006). Llegó en ese momento a la conclusión de que “el color es una forma de crear un lenguaje más ficcionado y atmósferas más cercanas a los estados de ánimo”.
En su proyecto todavía inacabado Family Project visita desde 2008 los lugares por donde pasó su familia en el pasado. Con él recuerda que su experiencia de infancia es tan solo un eslabón más en una serie de migraciones que sus antepasados recientes han vivido durante más de 100 años. Sus abuelos paternos eran judíos de Europa del Este y los maternos procedían de varios países del Mediterráneo. Todos ellos llegaron a América Latina antes de que él tuviera que regresar a España.
Con todo ese bagaje personal y profesional, el fotógrafo opina que, de haber cambiado los movimientos migratorios que lleva registrando en este cuarto de siglo, ha sido a peor. “Siempre digo que las fotos que hice hace dos décadas pueden pasar por situaciones vividas en Canarias en los últimos días. Pero esa circunstancia trágica ha crecido exponencialmente y se vive de forma desesperada y patente”, defiende. “En aquella época, la Unión Europea tenía al menos conciencia de que este era un problema común que había que atajar desde la solidaridad, porque era una situación que sus ciudadanos habían vivido pocas generaciones antes. Ahora es todo lo contrario, el objetivo es quitarse el problema de encima construyendo fronteras”.
Aunque su búsqueda por el mundo haya sido la búsqueda de sus orígenes y sus duelos, el resultado que puede verse en esta exposición es fruto de lo que el comisario Carlos Martín llama el “aislamiento fértil” al que el fotógrafo se somete de forma voluntaria. De ahí el SOLO que aparece en el título en esta retrospectiva. “Yo necesito de la soledad para poder producir estas imágenes. Y, aunque me siento en mi día a día muy bien acompañado por los que me rodean, esa sensación de abandono que nació en mi infancia me hace sentir que, en última instancia, todos transitamos esta vida en soledad”.
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