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Gustavo Redondo, un cocinero de la canción que abandonó los fogones

El abulense refrenda su condición de artista revelación con un disco, ‘El Parque de la Victoria’, empapado en el “pop de toda la vida”

Gustavo Redondo, en una imagen de promoción.
Gustavo Redondo, en una imagen de promoción.Marina Gala

La primera vez en toda su vida que Gustavo Redondo divisó la ciudad de Madrid, se quedó tan boquiabierto que aquella impresión no se le ha borrado aún hoy de la memoria. Acababa de cumplir seis años, le montaron en un autobús escolar con rumbo a la capital y él, que nunca había salido de los confines de Pedro Bernardo, se sintió atónito ante las dimensiones de todas las cosas. “Aquellos edificios gigantes en el horizonte, las naves inmensas en el polígono de Alcorcón... Todo me pareció grande como un mastodonte, pero me prometí volver pronto”, recuerda con una sonrisa. A día de hoy, aquel chaval llegado desde un pueblito abulense de apenas 850 habitantes ejerce como madrileño a todos los efectos, es un consumado técnico de sonido, produce a músicos noveles del más variado pelaje y hasta encuentra tiempo para grabar un tercer disco en solitario, El Parque de la Victoria, que debería colocarlo en la parte alta de las clasificaciones del pop español.

Han transcurrido casi tres décadas desde aquella excursión iniciática hacia la meseta y a Gustavo, que hoy suma 35 primaveras, le divierte hacer balance. Reparar en lo mucho que ha avanzado, aunque aún falte tanto por conseguir. El Parque… constituye ya su quinto trabajo, si sumamos los dos que rubricó bajo el paraguas de su primera banda, Los Pedales. Y en esta década larga ha aprendido a trabajar mucho e impacientarse apenas nada. “He descubierto el placer de la canción como un hecho en sí mismo”, recapacita. “Ya no espero que mis composiciones resulten determinantes o resuelvan algo en la historia de la humanidad, esas ideas cándidas de los comienzos. La misma escritura constituye ahora el disfrute”.

Lo simpático del caso es que, de chiquitajo, el niño Gustavo tampoco parecía apuntar maneras en el mundo de la canción. Era el menor de cuatro hermanos que le aventajan en entre ocho y 12 años; creció en un entorno netamente rural, jugando mucho al fútbol y al tenis, y, ante el vértigo del salto a la vida adulta, solo se le ocurrió matricularse en una escuela de cocina en Ávila capital. “Con el tiempo he comprendido que la gastronomía y la composición presentan sus paralelismos, que si empleas ingredientes de calidad siempre llevarás las de ganar”, recapacita. “Pero ante los fogones era demasiado tradicional: hoy solo destaco por los caldos, croquetas y pucheros de la abuela. Con la música, en cambio, sí me siento capaz de cocinar platos más elaborados…”.

Así se ha ido cociendo este nuevo plato, concebido con la paciencia del chef que baja la intensidad del fuego y el mimo de un muchacho humilde, concienzudo, hecho a sí mismo. “Cuando empezaba con Los Pedales”, se sonríe Gustavo, “nos prohibimos utilizar sintetizadores y decidimos prescindir de cualquier influencia posterior a, digamos, 1972”. Ahora se ha relajado. Sigue creyendo, ante todo, “en el pop básico y las estructuras de toda la vida”: estrofa, puente, estribillo. “Pero lo concibo todo con el mayor cariño posible, sin apriorismos. Y le concedo mucha importancia a la parte literaria: letras de apariencia directa, pero susceptibles de dobles o triples lecturas. Siempre termino pensando que hago música gracias a los Beatles, Ben Harper y las letras de Los Enemigos o Juan Ignacio Lapido”.

De esa manera han ido naciendo las 10 piezas que conforman El Parque de la Victoria, autoproducidas junto a reconocidos músicos de estudio y con un ojo también puesto en los artistas del siglo XXI que más emocionan a Redondo; esos alemanes o nórdicos que, desde Nils Frahm a Ólafur Arnalds, nos han enseñado el valor de la pausa, el sosiego y el silencio. Gustavo ya no se devana los sesos con digresiones más o menos experimentales, después de consagrar su anterior trabajo (Gigantes y Diminutos, 2017) a piezas instrumentales en las que superponía capas y más capas de piano o añadía grabaciones de los electrodomésticos de su domicilio, con especial fijación por la lavadora. Pero sabe que, desde el esfuerzo metódico y los 13 años de experiencia, es ahora cuando más frutos puede recoger.

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“Soy un hombre de objetivos bastante modestos”, resume mientras su vieja guitarra del 64 regresa a su funda. “Y también soy un millenial bastante desacompasado y analógico, una anomalía generacional”. Solo le revientan el clasismo y esa terrible sensación de superioridad que desprenden los más acomodados. Y él, que fue cocinero antes que cantautor de finas hierbas, lo sabe bien: “Los chefs y los artistas más brillantes suelen ser los más modestos. La inteligencia te lleva a pensar que siempre hay alguien más brillante en quien fijarse”.

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