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Las 10 de... Javier Krahe

Orfebre de la palabra. Maestro de la (son)risa cantada. Y héroe de minorías distinguidas. Somos peores desde que se fue

Javier Krahe, en una actuación en la sala Galileo.
Javier Krahe, en una actuación en la sala Galileo.SAMUEL SANCHEZ

A Javier Krahe le reventaba que le considerasen un poeta. Desde su humildad siempre teñida de burla y ternura, entendía que los suyos eran versos menores que solo servían para ser cantados, aunque la publicación de sus Zozobras completas (18 Chulos, 2016) le desmintiera ya con carácter póstumo. Tampoco le sentaba bien el traje de cantautor, término en el que encontraba unas connotaciones políticas que él –rojo, descreído y urdidor de fábulas memorables– rehuía cada vez que empuñaba la estilográfica. Prefería definirse, y así lo dejó anotado en la canción Vida de artista (en Sacrificio de dama, 1993), como un mero “cantante letrista”, una etiqueta tan sobria y austera que aquí la intentaremos engrandecer con los mejores argumentos: los de su obra.

Había nacido en el Madrid lúgubre de 1944, pero iluminó cuantos cafés visitó en sus paseos mañaneros por Malasaña. Fue hombre de vida pausada y obra concienzuda, como buen procrastinador. Y aunque los laureles de la fama le rozaron solo de refilón, a su muerte, en julio de 2015, sus compañeros de pupitre más avezados le reconocieron como el auténtico primero de la clase. Como dijo Sabina, elegiaco y endecasílabo: “Lo quise tanto que lo odiaba a veces / porque era tan mejor que me borraba”.

Marieta

(De Valle de lágrimas, 1980)

El primer gran éxito, si es que así se pudiera denominar, fue esta adaptación (cosa rara) de Marinette, de su idolatrado Georges Brassens. El empeño siempre estéril de un enamorado por mostrarle su admiración a la tal Marieta nos mostraba ya el cáustico sendero del vitriolo, tan querido y transitado por nuestro protagonista. La reiterada utilización del término “Gilipollas” propició un terremoto cuando Krahe y sus compadres Sabina y Alberto Pérez interpretaron esta coplilla (mayo de 1981) en el programa de García Tola, en horario de máxima audiencia de TVE. Ardieron las centralitas de tantos telespectadores ofendidos (entonces no eran ofendiditos).

Nos ocupamos del mar

(De La Mandrágora, 1981)

¿Una canción de amor de Krahe? Sin duda, y de las más hermosas que almacenamos en la memoria. La pareja como un ente complementario: “Ella cuida de las olas / Yo vigilo la marea”. Su tersura delicada llevó a Krahe a delegar su interpretación en Alberto Pérez, de voz infinitamente más cálida. Javier la rehuía, como todas las de la época de La Mandrágora, por la extraordinaria popularidad que llegaron a alcanzar.

… Y todo es vanidad

(De Corral de cuernos, 1985)

Sublimación del Krahe más corrosivo y descreído. Un repaso de las glorias a las que renuncia (entre ellas, la vida eterna… ¡o el premio Nobel!) por coherencia con su “conducta vagamente antisocial” o “más bien anticlerical”. Mucho después, en 2004, daría título a un memorable disco doble de homenaje, con participación ecléctica y multitudinaria (de Rosendo a Ruibal, Morente o ¡Alejandro Sanz!) y una definición magistral de Savater, con vistas a Cortázar: Krahe como “el cronopio más legítimo y crónico”.

Paréntesis

(De Haz lo que quieras, 1987)

Debilidad confesa de su autor, que la utilizó en docenas de ocasiones como apertura para sus conciertos. Crónica pícara y jocosa de un inesperado y fugaz ligue nocturno (“Y nos besamos, vive dios que nos besamos / que conocí antes su lengua que su voz”), uno de tantos autorretratos que no rimaban con autobiográficos.

La Yeti (primera parte)

(De Sacrificio de dama, 1993)

Un delirio fabuloso (y a ritmo salsero: ¿quién dijo que con Javier no se podía bailar?). Como al protagonista le ha dejado la parienta, no se le ocurre nada mejor que prepararse una escalada al Everest. El estribillo es descacharrante: “Cuando todo da lo mismo / ¿por qué no hacer alpinismo?”. Y el “continuará” final augura una segunda parte que nunca existió.

Las antípodas

(De Dolor de garganta, 1999)

Te largas hasta la otra punta del planeta, y solo para caer en la cuenta de que “todo es idéntico, idéntico a lo autóctono”. Las siete estrofas suman su buen centenar de esdrújulas que encierran –más allá del juego, como tantas veces en Krahe– una reflexión moral. O sea, un hondo repasito a este mundo que sufrimos.

Como Ulises

(De Cábalas y cicatrices, 2002)

Al releer la Odisea, Javier sopesó escribir un elepé íntegro en torno al hito homérico. Una especie de Viatge a Ítaca, de Lluís Llach, al modo malasañero. “Pero como era tan vago, y a la vez tan preciso, lo condensó todo en una sola canción”, se sonríe Javier López de Guereña, su eterno guitarrista y brazo derecho. Él mismo, su mujer e hijos se leyeron este clásico de la literatura griega “por culpa” de esta canción.

Piero della Francesca

(De Cábalas y cicatrices, 2002)

“Ahhh, el Quattrocento”, suspiraba en el Central cuando presentaba esta oda al pintor italiano, excusa para recorrer todas las figuras geométricas imaginables. ¿Sus favoritas? El óvalo (“de tu cara”) y, ejem, el cono. Musicalidad excelsa que no precisa de rimas para adherirse a nuestros oídos.

No todo va a ser follar

(De Cinturón negro de karaoke, 2006)

Una hilarante relación de cosas que merecen la pena en la vida, más allá del consabido fornicio. Desde “coleccionar sellos de Nigeria” a “regar estos cuatro tiestos” o “comprarse unos calcetines”. Insuperable.

Puzle

(De Las diez de últimas, 2013)

López de Guereña es categórico: incluida en su duodécimo y último disco solista, Puzle “no es solo la mejor canción de Krahe, sino una de las mejores de todo el presente siglo”. Crónica asombrosa de amor absorto, en que el relator se siente muy poquita cosa frente a la amada, la música tiene un desarrollo casi trovadoresco, originalísimo e inesperado. Una despedida a lo grande.

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