Covid en el santuario
Un brote en la parroquia que guarda una reliquia de Santa Gema, en Madrid, causa la muerte de cuatro curas y 11 están infectados
El coche fúnebre aparca en la capilla del cementerio de la Almudena. El cura aguarda con las puertas del templo abiertas de par en par. Deja espacios de 10 minutos entre un funeral y otro para que los familiares no se crucen. Un dispensador de gel está disponible en la entrada. El padre Javier Fuentemayor, venezolano de 38 años, repeinado, pulcro, de modales exquisitos, sabe que en breves momentos le tocará despedir a un colega, don Serafín, el sacerdote de una parroquia que ha muerto de coronavirus a los 86 años. “Su nombre civil era Pedro Sánchez”, enarca las cejas cuando lee su nombre en la lista de entierros programados. En la mañana clara solo aparecen difuminadas a lo lejos dos figuras a las que el padre se acerca dubitativo.
—¿Son ustedes familiares? ¿Va a venir alguien más?
—Sí, somos los sobrinos. Quizá venga algún amigo más. De la congregación no vendrá nadie, están todos confinados.
En ese momento, la trabajadora de la funeraria le entrega al sobrino un sobre marrón acolchado con el reloj que el cura llevaba en la muñeca cuando murió el día anterior en el hospital, un Swatch clásico de esfera gris. Al cortejo se suma un matrimonio al que casó Serafín hace 20 años —ella es una forense a la que el cura apreciaba mucho— y una amiga sobre la que ejerció de guía espiritual. Rezan juntos por su alma en un rito breve, y después recorren cada uno en su coche varios kilómetros por el camino empedrado del cementerio hasta llegar al panteón de los pasionistas. Tras retirar una losa de tres toneladas, los enterradores depositan la caja con su cadáver en el fondo.
El sobrino y los tres amigos de la víctima se buscan con los ojos y se reconfortan mutuamente con un golpe de cabeza. Sin embargo, la despedida de don Serafín, ordenado en 1959, es algo tibia. Se echa en falta a los hermanos con los que ha compartido toda una vida.
Otro entierro discreto volverá a celebrarse tres días después, el domingo. La propagación del virus en la comunidad pasionista ha hecho estragos. Son ya cuatro los curas del santuario de Santa Gema, un templo ubicado en El Viso, uno de los barrios con la renta más alta de Madrid, que han fallecido por coronavirus en las últimas semanas (uno de ellos tras la publicación de este reportaje). Once de los 19 religiosos que viven en sus instalaciones se han contagiado. Dos de ellos permanecen ingresados, uno en el hospital San Francisco de Asís y dos en La Princesa.
Los religiosos se hicieron la prueba el día 14 y el 15 conocieron los resultados. De inmediato, suspendieron las misas y la atención presencial en el despacho parroquial y la portería. Las puertas, de todos modos, siguen abiertas para quien quiera rezarle al corazón de la santa, que fue trasladado a Madrid en 1985. El templo se construyó en los años cincuenta. “Abrimos por la mañana y cerramos por la noche. No tenemos contacto con los feligreses”, explica uno de los encargados del templo. En los muros del lugar cuelgan carteles donde se advierte de que la actividad sacramental se ha paralizado.
Don Serafín, un cura que había estudiado derecho canónico en Roma, el confesor más paciente del templo, según la gente que lo trató a lo largo de su vida, fue de los primeros en presentar síntomas. Los compañeros le advirtieron de que se preocupara de esa tos tan fea que tenía últimamente. Al recibir los resultados de la prueba se confinó en su habitación. Poco después comenzó a tener fiebre. “Mi tío no tenía aparentes problemas de salud. Pensamos que podía superarlo porque era activo y nunca había necesitado de los cuidados de nadie. Pero lo ingresaron un viernes y menos de una semana después lo sedaron. Murió un jueves”, explica su sobrino, Jesús Sánchez.
El Santuario funge como tal, pero también como parroquia de barrio y enfermería, como se conoce al lugar donde se cuida a los curas más veteranos. Jesús Aldea, párroco del lugar, atiende por una ventana de la oficina con mascarilla y tratando de guardar una distancia más que prudente: “La evolución de cada uno de ellos ha sido diferente. El último ha muerto este fin de semana. Hay algunos muy mayores. Cuatro tienen más de 90 años”. En ese momento una señora se acerca a preguntar por las misas.
—¿El horario, padre?
—El jueves vuelve la actividad.
El miércoles acaba el confinamiento de los religiosos decretado por sanidad. Volverán a encargarse del templo. La gente, ahora mismo, traspasa los muros ajena a lo que ocurre, aunque hay quien lo sabe. Juan Antonio, un mendigo que pide en la puerta, está enterado de todo. “Están todos los curas con coranavirus”, anuncia a algunos visitantes, que no reparan mucho en su presencia. ¿Cómo está él tan puesto? “Las feligresas siempre lo saben todo y me cuentan”.
La propagación del virus en la comunidad religiosa ha condenado a los curas a ser enterrados casi en soledad. El cadáver del padre Serafín permaneció durante un día en una sala vacía del tanatorio. Solo su amiga forense apareció por allí para abrir el féretro y colocarle en el pecho una estampita de santa Gema. La forense, experta en el umbral de la muerte, dice que no quería que emprendiera este último viaje sin compañía.
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